MARIBEL
Llueve. Entro en un bar a tomar una cerveza. Están a punto de cerrar, pero me sirven. Soy el único cliente a esas horas. El camarero es un tipo de unos cincuenta, corpulento, de cara redonda y un marcado hoyuelo en el mentón, señal de malas pulgas. Acabo la caña, pago y salgo. Ya no llueve y tardo un par de minutos en darme cuenta de que he olvidado el paraguas en el bar. Cuando vuelvo en la puerta cuelga ya el cartel de cerrado. Sin embargo la puerta no está cerrada con llave; entro. El paraguas no está donde lo dejé. No se ve a nadie. Doy unas voces, pero nadie contesta. Veo la puerta de la cocina abierta, me acerco y vuelvo a decir algo. Nada. Me lo pienso y decido pasar tras de la barra y asomarme a la cocina; no veo a nadie. Vuelvo a decir ¡hola! en voz alta. Nadie contesta, ningún ruido. Ahora tengo que pensarlo más. Comienzo a hacer suposiciones. Al fondo de la cocina hay otra puerta y está abierta. Supongo que da a una vivienda. Me animo a recorrer la cocina y miro en la habitación contigua. La luz está apagada pero distingo en el suelo un zapato de hombre y un martillo. La habitación parece una sala de estar. Las suposiciones, todavía imprecisas, se hacen más inquietantes. Estoy parado, por no decir paralizado. Vuelvo a decir ¡hola!, pero esta vez con voz más baja, algo temblorosa. Entonces oigo un portazo al fondo de la casa. Doy un respingo y vuelvo deprisa al bar. Espero unos segundos. Nada, ningún ruido. Vuelvo a dar una voz, esta vez con confianza, fuerte. Nadie responde. Tras unos instantes de indecisión, decido marcharme. Volveré a por el paraguas mañana.
Al día siguiente, de vuelta a casa del trabajo –el bar me pilla de camino– me dejo caer por allí. La persona que atiende es otra, un hombre más joven, delgado, con un mechón de pelo oscuro sobre la frente y la mirada sin vida. Me dice que no sabe nada de mi paraguas, no le han dicho nada. Le pido que mire dentro, en la vivienda, por si acaso. Pero él es sólo un empleado y no suele entrar en la vivienda. Le preguntará a su jefe cuando lo vea, hoy no está. Puedo venir otro día.
El paraguas es viejo y, aunque el diseño es original (un estampado de hojas de árbol formando una espesa fronda cubre la tela), no me importa demasiado perderlo. Vuelvo otro día, más por curiosidad, por si llego a saber algo de quienes viven en la trastienda de este bar, que sólo conozco de pasar junto a él con cierta frecuencia, exceptuando mi visita de la pasada noche. Ahora atiende una mujer joven, en la treintena, morena, de pelo muy corto y rostro vivaz, tal vez marroquí. Habla muy bien español. Tampoco sabe nada de mi paraguas; más aún, no conoce al tipo que me atendió aquella noche, que yo supongo el dueño. Hace poco que trabaja aquí, la contrató una señora. Ni siquiera conoce al tipo alto que vi después. Le pregunto quién vive en la vivienda de atrás. Que ella sepa sólo la señora.
Un zapato de hombre y un martillo. El zapato vuelto de lado, como caído en su sitio accidentalmente, o arrojado ahí de cualquier modo. También podía ser un comedor, pues se veía en la penumbra hacia el centro de la habitación el comienzo de una mesa. El bar es más bien pequeño, el típico bar de cañas, con un mostrador de acero inoxidable y azulejos blancos, y enfrente dos o tres mesas. Un bar antiguo en un barrio antiguo. Pido otra caña. La cocina es sorprendentemente grande en proporción al bar, y bastante limpia, así de un vistazo, según recuerdo. Ponen buenas tapas; y las raciones deben ser buenas también, a juzgar por las bandejas detrás de la vitrina. Le pregunto si lleva ella la cocina. Me dice que la señora, ─Yo le echo una mano cuando no hay clientes que atender.
Es increíble. Aquí estoy empapándome bajo la lluvia, siguiendo a una desconocida con rumbo desconocido. Salgo de la boca del metro para acudir a una cita con Maribel y me topo a pocos metros con una mujer que lleva un paraguas idéntico al que he perdido. No puede ser sino el mío, lo compré hace años en un pueblo del pirineo francés. Instintivamente sigo a quien lo lleva, una mujer entrada en años, de corta estatura, con un abrigo de paño color tabaco y cuello de piel. ¿Es la señora, la dueña del bar? Entra en un comercio de lámparas y sale al rato sin ninguna bolsa en la mano. Recibo un mensaje de Maribel: ¿Dónde estoy? Sigo a esta mujer, procurando inútilmente no mojarme bajo la lluvia persistente y no sé si preguntarle por su/mi paraguas. Pero decido no hacerlo; todavía no. Poco después se detiene ante un portal. Es una casa de construcción antigua bien conservada, con un arco de entrada y grandes puertas de madera labrada. Saca del bolso unas llaves, abre, cierra el paraguas y entra. Espero unos instantes bajo la marquesina de un comercio de alimentación en la acera de enfrente. ¿Y ahora qué? Maribel vive cerca; voy a su casa. No está. Me vuelvo por donde he venido con la sensación de haber perdido una oportunidad. Un zapato, un martillo y un paraguas. Es inevitable pensar en Lautréamont. También pienso en la oreja amputada que Jeffrey se encuentra en la hierba de un solar en Terciopelo Azul.
Llamo desde casa a Maribel y le cuento todo lo sucedido. Como esperaba, me recrimina no haber abordado a la mujer del paraguas. Es una mujer práctica y no entiende que me enrede en conjeturas sazonadas de misterio. Cuando estoy tratando de explicarle que la aparente naturalidad con que se han venido sucediendo coincidencias y extraños detalles es lo menos natural del asunto y que a cada nuevo paso que doy la historia se desvía más de cualquier explicación plausible, oigo que llaman a la puerta. Un momento, le digo. Abro y para mi sorpresa, una más, no hay nadie en la puerta, y en el suelo, sobre el felpudo, está mi paraguas. Esto sí le da qué pensar a Maribel. Pero no por mucho tiempo; enseguida me espeta que bueno, que ya puedo olvidarme del asunto, ya he recuperado mi paraguas, que es lo que quería. Y bueno, es cierto, el círculo se ha cerrado, aunque de forma tan inverosímil…¡Ahora saben dónde vivo! ¿Cómo lo saben? ¿Por qué se molestan en traerme el paraguas, con tanto misterio? ¿De quién era aquél zapato? ¿Qué hacía allí un martillo? No, mi querida Maribel, no estoy donde estaba hace unos días. Todo esto es extraño. Muy extraño.
Vuelvo al bar. Previsiblemente, la marroquí no sabe decirme nada de la reaparición furtiva de mi paraguas. Debe notar mi inquietud, pues se comporta especialmente amable. Le pregunto si está la señora en casa. No, no está. Cuándo puedo encontrarla, y su respuesta es evasiva, sin perder nunca la amabilidad; la señora no tiene horas fijas. Puedo concluir al menos que el momento más seguro para verla, menos incierto en todo caso, es los miércoles por la tarde, a última hora. Reparo además en algo que me había pasado desapercibido las otras veces. Entre las diversas fotos enmarcadas que cuelgan en las paredes del local, una de ellas muestra al hombre corpulento de mi primera visita sonriente junto a una mujer que me parece la que seguí bajo la lluvia. Le pregunto a la marroquí si es ella la señora; me dice que sí. Le digo que quien la acompaña en la foto es el primer camarero que me atendió y le insisto si no lo conoce. Que no, no sabe quién es. Le pregunto también si es de Marruecos. No, de Argel. Lleva algunos años en España. Se llama Jadiya.
Estoy dentro de la vivienda. Todavía no me lo explico, pero estoy dentro; en el comedor, agazapado en un rincón, junto a un aparador. He aprovechado que Jadiya ha ido al servicio y me he colado en la cocina y directo aquí. Es curioso, igual que la otra vez la cocina está recogida e impoluta, sin rastro de la faena diaria. Hoy es miércoles, pero la señora no está, eso me ha dicho Jadiya. Ahora lo comprobaré. Esto está todo oscuro.
Nada, ni un alma. No hay nadie en casa. La he recorrido entera. Todo está en orden. O casi; hay algo que no casa: toda la ropa y utensilios de aseo son masculinos; aquí sólo puede vivir un hombre. Me queda por mirar un pequeño patio al final del pasillo. La puerta de acceso está cerrada con llave. Puede que la llave esté a la vista.
Lo he conseguido. Es un patio pequeño al aire libre, con un árbol en una esquina, una acacia, una mesa de plástico sucia, unas sillas a juego apiladas y un congelador bajo un techado de chapa ondulada. El congelador está enchufado y funcionando, hay un piloto encendido. Voy a abrirlo.
No te lo vas a creer, Ma. ¿El qué no me voy a creer? Estoy dormida; me lo creo todo. He entrado en la vivienda. ¿Qué vivienda? He descubierto algo. ¿Qué dices, de qué estás hablando, qué hora es? Jadiya me ha mentido, la señora no vive en esa casa. No entiendo nada, lo siento, voy a colgar… ¡El bar, Ma, mi paraguas, la señora que perseguí con mi paraguas, no vive allí! ¿Quién es Jadiya? La camarera –aclaro con impaciencia. No es marroquí sino argelina. Me dijo que la dueña vivía allí, pero no es verdad. Le explico que he estado dentro y no había objetos personales de mujer, sino de hombre. Que cuando iba a salir Jadiya había cerrado el bar y me he quedado dentro. Afortunadamente la casa da a un pequeño patio que comunica con otro más grande. He tenido que saltar por encima de una alambrada de púas y me he herido una mano. El patio grande daba a un portal y por él he salido a la calle. ¿Dónde estás? ¿Por qué me llamas ahora? Es tarde. Además, en el patio pequeño había un congelador en funcionamiento y su interior estaba vacío. En la cocina sólo había un refrigerador. ¿Para qué quieren un congelador grande si no es para guardar el género congelado? ¿No te parece extraño?
Es el cauce amplio y seco de un río. Entro en él y camino hacia el centro sobre el barro seco, luego tuerzo a la izquierda y continúo en paralelo a la orilla, vuelvo a torcer a la izquierda, en dirección a aquélla, describiendo un arco, pero después de algunos pasos el barro se ablanda cada vez más y me encuentro atascada en el mismo: es imposible seguir adelante, el barrizal es infranqueable. Doy la vuelta y al hacerlo uno de los zapatos se queda aprisionado en el barro; continúo andando sin él. Estoy rodeada de barro fresco, sólo un estrecho sendero me conduce de regreso por donde vine. Vuelvo a trazar el arco y me dirijo a la orilla, ahora me alcanzan por detrás dos hombres que vienen conversando.
Hoy es domingo. Estoy en la cama y pienso. Es curioso, siempre creí que uno debe ser vulnerable, aceptar su vulnerabilidad, y no acorazarse tanto tras los proyectos y la disciplina que no se vean llegar las ocasiones de afrontar algo nuevo, las posibilidades de cambio. Y sin embargo ahora me siento excesivamente vulnerable, no sé cómo defenderme. Estos extraños sucesos recientes me afectan sobremanera. En vez de quitarles importancia e ignorarlos me impelen a rastrearlos, querer comprenderlos, controlarlos. Al fin y al cabo no he sufrido ningún menoscabo, y nada ha sucedido tan extraordinario que no tenga una fácil explicación, aunque la desconozca. Debería recuperar mis quehaceres habituales. Ahora necesito apegarme a mis rutinas. De hecho voy a levantarme en el acto, ducharme y hacerme un buen desayuno de domingo.
Me levanto, me ducho, me hago un buen desayuno de domingo. Después enciendo el ordenador y miro el correo. Lo de siempre, en su mayoría publicidad y un correo de Maribel; pero hay además un correo anónimo con la dirección de una calle y tres palabras: TE CONVIENE IR. Sin pensármelo dos veces me pongo en camino. Ahora tienen también mi correo electrónico. Espero obtener alguna explicación. El día es soleado y ventoso; en el aire limpio y brillante se perfilan nítidos los cúmulos contra el azul puro del cielo; me siento animado. Ésta es la calle. ¡La misma que…! Camino un poco más buscando el número… ¡En efecto, la misma casa donde entró la mujer con mi paraguas! Pulso el botón del portero automático y me abren sin preguntar. Es un portal espacioso, como corresponde a estas casas antiguas, con un bonito ascensor de época con rejas y maderas en el hueco de una escalera también espaciosa. Subo en el ascensor al segundo. Llamo. El sonido del timbre también es antiguo, un chirrido sin vigor. Para mi sorpresa me abre la puerta el camarero con el mechón en la frente y la mirada perdida. Me conduce por un pasillo a un despacho con muebles viejos y decoración impersonal, algo rancia. Me ofrece una silla frente a una mesa escritorio, tras la que se sienta él. Me mira con esa mirada aguada, fatigada, imposible de calibrar.
—¿No está contento? ¿No ha recibido ya su paraguas?
—Sí. Gracias. ¿Cómo supieron dónde vivo? ¿Quién les ha dado mi correo electrónico?
—Eso no importa ahora. Pero usted quiere algo más.
—¿Cómo algo más? Yo no quiero nada.
—Pues parece que sí. ¿Ha encontrado lo que buscaba?
—Yo no busco nada. ¿Por qué me han hecho venir aquí?
—Si no busca nada, por qué entra en propiedad ajena. Podrían denunciarle por allanamiento de morada. O peor aún.
—Son ustedes los que parecen querer algo de mí. No ha contestado a mis preguntas.
—¿Qué le ha pasado en esa mano? ¿Se ha herido con algo? ¿Un alambre de púas quizás?
—Nada, una caída, un tropezón sin importancia. Parece más por la venda, resulta aparatosa.
Se queda callado unos segundos. En sus labios se dibuja una sonrisa animada que no casa con la morosidad de su mirada. Toma un cigarrillo de un paquete sobre la mesa y lo enciende con un encendedor dorado sobre el que veo sin distinguirlas unas iniciales grabadas. Por un balcón a mi izquierda con los visillos descorridos entra el sol un buen trecho sobre el suelo de tarima, casi hasta la mesa. Más allá del balcón se observan las copas de los árboles mecidas por el viento y la fachada de otro edificio.
—Mire, no le hemos llamado para interrogarle. Tampoco para darle explicaciones. Sea lo que sea que usted busque, está buscando en el sitio equivocado. Y podría encontrar lo que no busca.
—Eso suena a amenaza.
—Sólo es una advertencia. Por ahora. No habrá ninguna amenaza.
—¿Dónde está el camarero corpulento, con un hoyuelo en la barbilla, que me atendió en el bar el primer día.
No me responde. Abre un cajón del escritorio y saca una fotografía. La mira.
—Parece que no me está escuchando. O tal vez no me he explicado bien. Creemos que podemos anticiparnos a los hechos y en realidad sólo alcanzamos a gestionar las consecuencias. Y algunas son dolorosas.
Vuelve la fotografía para que yo la vea y un estremecimiento que nace en un sitio indefinido de mi interior me recorre todo el cuerpo y me deja sin habla unos instantes. La fotografía es de Maribel. Aparece con un maillot de gimnasia rojo con decoración geométrica y transparencias sobre la barra de equilibrio, realizando un giro sobre una pierna, mientras sujeta la pierna libre por detrás de la cabeza con ambas manos. Toma por el filtro el cigarrillo encendido y acerca la brasa al muslo de la pierna de apoyo, hasta que el papel comienza a quemarse y finalmente se forma un agujero que termina de perfilar con un soplo.
Maribel es de Zaragoza. Tiene ojos moros, grandes y oscuros, almendrados. También su pelo es oscuro, liso y fuerte, no demasiado largo. La nariz algo grande, bien proporcionada, los pómulos ligeramente duros, los labios bien dibujados. Todo en su rostro revela determinación. Durante su juventud practicó con gran dedicación gimnasia artística, lo que aún se revela en sus anchos hombros. Cuando llego a su casa me recibe con ojos llorosos. Te he puesto un correo. Alguien ha entrado en mi casa. Me han revuelto algunas cosas y me faltan dos fotografías enmarcadas. He tenido pesadillas estos últimos días. Perdona, vi tu correo pero no lo abrí. Yo también tengo noticias.
Cuando salimos del despacho hacia la puerta de salida, oí ruidos en otra habitación. No estábamos solos. Tal vez era la dueña del bar, si es que es ella la dueña, ahora lo dudo. Ese bar es una tapadera, Ma. Ninguna de las veces que he ido había clientes, aparte de mi. Hay que volver allí. No, Ma, es muy peligroso, nos lo han advertido. ¿Entonces qué, nos olvidamos de todo, sabiendo que pueden entrar en nuestras casas en cualquier momento? ¿Cómo ignorar que tal vez no pretenden sólo advertirnos, sino algo más, algo oscuro que por lo que a mí respecta al menos ya siento desasosiego de pensarlo? No sabemos nada de ellos. Podemos acudir a la policía. No tenemos nada concreto en su contra, sería peor. Hay que volver al bar y tratar de sonsacarle a Jadiya, conocer algo más de ellos, saber en qué estamos metidos; yo al menos pienso ir. No, si es preciso iré yo, ya conozco el terreno. Pero a ti te conoce y no dirá nada.
A pesar de los párpados ligeramente enrojecidos todavía y la desazón que asoma a su rostro, hoy la encuentro especialmente atractiva. Está descalza. Lleva pantalones vaqueros y una camiseta sin mangas. En la tela de la camiseta ajustada a su cuerpo se marcan los pezones. El recuerdo de la quemadura en la foto, que he pasado por alto en el relato, y la indefensión que hoy veo en ella, ajena por completo a su habitual entereza, contribuyen a sentirme más atraído. Ninguno de los dos tenemos ya ganas de decir nada y nos miramos unos segundos. Sin embargo es ella la que da el primer paso. Me sujeta la cabeza con ambas manos y me besa con deseo, empujándome sobre el sofá, donde nos abrazamos, nos desnudamos precipitadamente y tras penetrar en ella nos fundimos con violencia, hasta donde la inaceptable y a la vez gozosa frontera física de nuestros cuerpos nos urge y permite, más allá todavía.
Me despierto. Me llegan las últimas imágenes nítidas; retrocedo, recuerdo hasta que pierdo el rastro. Estoy en casa de mis padres sentada en el sofá viendo la televisión junto a Scarlett Johansson, hablamos pero no sé de qué. En la habitación de al lado se oyen voces, me levanto y voy hacia allá. Entro y estoy sentado en la cama junto a un hombre delgado con un mechón sobre la frente. Es el camarero mafioso. Me mira y percibo sus ojos nublados de ciego. Está fumando un grueso cigarro que se apaga constantemente y él vuelve a encender con un encendedor dorado en el que figuran alambicadas y esmaltadas en rojo las iniciales MA. Me pasa el cigarro y fumo, pero está apagado, no tira. Lo prende con su encendedor y aspiro, el humo entra sin esfuerzo violentamente y me ahogo. Salgo de la habitación y me doy cuenta de que sólo llevo puesta una camiseta que trato de estirar para taparme. SJ está clavando en la pared un clavo con un martillo, el sonido de los golpes se hace cada vez más fuerte, llega de todas partes, me despierto, apago la alarma del despertador.
Llueve sin fuerza, como suele por estas fechas. Cuando llego al bar ya es de noche. Hay algunos clientes tomando cañas, despidiendo animados un día más de trabajo. Pido también una caña y paso al fondo, para tener una visión completa del local. Por la ventana puedo verte en la acera de enfrente, con tu paraguas bajo la lluvia, como un espía de una peli de los cincuenta. En realidad no; bajo el emparrado de tela de tu paraguas pareces salido de una estampa antigua, una postal pobremente coloreada; o más que salido retornado a ese tiempo lejano que ahora se agolpa en torno a ti en la oscuridad y en forma de esquina solitaria y mollina te reclama por derecho propio. Jadiya no me presta especial atención. Yo sí a ella. Es guapa. Sus ojos tienen mucha vida, y sus formas son amables, discretamente insinuantes; ideal para tratar con el público. Alguien pide una ración de calamares y Jadiya transmite el pedido a la cocina por un ventanuco. Parece un bar normal. Tal vez sea la señora la que está en la cocina. Los clientes, dos grupos, alborotan. Pido otra caña. Las tapas son realmente buenas, tradicionales, pero de calidad. Y la cerveza está bien tirada. Debería haber conocido antes este lugar. Sigues ahí, con este tiempo tan malo, no puedo hacer nada hasta que esta gente se vaya. He notado un par de miradas furtivas de Jadiya. Sabe que me fijo en ella. En las paredes cuelgan las típicas fotografías de amigos y famosos que pasaron por aquí. Identifico en una al que debe ser el camarero del mechón en la frente, apoyado delante de la barra junto a un tocaor con la guitarra en mano y la correspondiente dedicatoria: a mi querido amigo José, y la firma ininteligible. Pero me tiemblan de pronto las piernas cuando percibo casi encima de mí una fotografía mía, una de las que se llevaron de casa. Han cambiado el marco, de madera oscura ahora, a juego con los otros. Se trata de una figura acrobática común en los ejercicios de suelo, un salto carpado con piernas separadas, tomada la foto en contrapicado para darle más vuelo. ¿Qué hace aquí mi foto, sin relación con las demás? Miro a Jadiya y cruzamos la mirada una fracción de segundo, antes de que ella la retire. Uno de los grupos ya se ha ido y el otro pide la cuenta. Voy al baño. Cuando vuelvo se han ido todos. Me dirijo a mi sitio y mientras apuro la cerveza:
─Sé quién eres ─me dice con voz dulce.
─Sí, tenéis aquí la foto que me robaron.
─No sabía que esa eras tú. La colocaron ayer. Pensé que era alguien de la familia de los dueños.
─¿Los dueños? Creí que sólo había una dueña, la que te contrató.
─Bueno, supongo que hay más, familiares suyos, no sé, por aquí vienen varios.
─¿Está ella en la cocina?
─Estaba hace un momento. Estará ahora dentro, en su casa.
─¿Por qué me conoces entonces, si no es por la foto?
─Has estado aquí más veces.
─Si tú lo dices…¿Cuánto tiempo llevas en España?
─Diez años. Me fui de mi país porque quería ser una mujer europea.
─¿Y?
─Soy una mujer europea.
─Me da la impresión de que podrías ganarte la vida con un trabajo más cualificado.
─Estoy bien aquí. Tengo libertad de movimiento. Conozco a mucha gente, gente que me interesa…, como tú ─su sonrisa fue encantadora; creo que me ruboricé.
─¿No piensas volver? ─dije por decir algo, aún cortada.
─A la señora le gustaría conocerte.
Miro a la calle –me había olvidado de ti– y no te veo.
─Espera un momento, vuelvo enseguida.
Salgo del bar. Ya no llueve. Miro por todas partes y no estás. Recorro los alrededores. Nada. ¿Por qué te has ido? Vuelvo adentro.
─¿Por qué quiere conocerme la señora?
─¿Por qué quieres conocerla tú?
Su mirada me atraviesa con dulzura. Me siento incapaz de mantener la conversación, mucho menos de atenerme al objetivo que me ha traído aquí.
─Ven, pasa. Te espera dentro.
Contesta, por favor. ¿Dónde estás? He ido a tu casa, te he llamado por teléfono, te he dejado mensajes. ¿Te ocurre algo? Necesito contarte lo que ha pasado. He conocido a la señora, no sé si es la dueña del bar, pero lo lleva ella. Doña Mercedes, así la llaman. Es de un pueblo cerca de Buenos Aires, aunque ha vivido gran parte de su vida en España. Pero, ¿dónde te has metido? Por qué no puedo contártelo cara a cara. Sigo teniendo sueños; desde hace algunos días, desde que empezó todo esto, me siento fuera de mí, muy vulnerable, demasiado. Siempre pensé que para estar en contacto con el latido cambiante de la vida, para conocerse una mejor en todas sus potencialidades, había que permanecer en cierta medida vulnerable. Pero ahora lo soy en exceso, no puedo defenderme, poner en orden mis ideas, se suceden demasiado deprisa. Doña Mercedes, mira qué casualidad, también hizo gimnasia cuando era joven. Han colgado en el bar una de las fotos que se llevaron de casa. No es cierto que en la vivienda del bar sólo haya objetos personales masculinos. Debiste mirar mal. Doña Mercedes vive allí. Me invitó a cenar, y a Jadiya también. Fue muy amable conmigo. Me ha invitado a su casa de campo, a montar a caballo; tiene gran afición por los caballos, aunque a su edad ya no monta.
Oigo el timbre. Me levanto, me pongo la bata corta color malva y salgo del dormitorio. Adormilada y despeinada atravieso el salón desordenado; las copas y la botella de cava vacía sobre la mesa se dejan notar en mi estómago. Me dirijo a la puerta y abro: sobre el felpudo un paraguas con hojas de árbol estampadas. Lo cojo y lo miro extrañada, miro luego hacia la escalera y cierro la puerta. Ya dentro lo examino superficialmente y miro pensativa al balcón, que ya inunda la luz de una mañana clara. Luego lo pongo en el paragüero. Me dirijo de nuevo al dormitorio, atravieso y cierro la puerta, me quito la bata y entro desnuda en la cama, y me abrazo al cuerpo también desnudo y cálido de mi nueva amiga.