LA TRANSFORMACIÓN

 

Cuando se despertó por la mañana, después de una noche de sueño incierto, se encontró en su cama convertido en un ser humano. Más que su aspecto físico lo primero que le turbó fue un disconfort mental impreciso que ya no le abandonaría en todo el día.  Aquello parecía resultado de su nueva conciencia, a la que el desconcierto de su antiguo ser añadía una nota de penosidad. Tenía la sensación de que sus pensamientos hacían eco, se desdoblaban de algún modo y volvían a él como queriendo ser reconsiderados. No ocurría igual todo el tiempo, pero a veces la sensación era tan intensa que podía llegar a ser una tortura. Miraba las cosas, sus manos por ejemplo, que fue lo que más le llamó la atención de su nueva forma al principio, y se sentía completamente ajeno a ellas, una distancia se había interpuesto entre él y las cosas a través de la cual su pensamiento iba y volvía, reflejándose sin cesar. Y no porque se tratara de sus nuevas manos, que al fin y al cabo tenían que resultarle extrañas, sino que le ocurría igual con todo: la lámpara del techo, el espejo, la cómoda… Pero sus manos no sólo le extrañaron, también le fascinaron, tantos dedos, tanta movilidad; enseguida comprobó que podía hacer la oposición de índice y pulgar y coger con delicadeza la sábana y levantarla. Y el tacto, la discriminación fina de las cosas por el tacto; se llevó las manos a la cara y pasó un buen rato palpándose el rostro, el cabello, luego pasó a explorarse el resto del cuerpo, se destapó, miró y palpó todo entero. Un humano; era un ser humano; eso era un ser humano. Su mente iba y venía.

Se incorporó en la cama y miró a su alrededor. La sensación de ser ajeno a todo aquello era doble, por lo que la curiosidad que de otro modo le habría permitido entretenerse con la novedad del lugar y olvidarse de sí no mitigó mas que parcialmente su aturdimiento: todo era nuevo y excesivamente presente; no exactamente desconocido, pero llamativo por su obstinada presencia. Había luz de día tras los visillos del balcón y quiso asomarse. No le costó mucho coordinar los movimientos necesarios para ponerse en pie, lo que le produjo un gozo vertiginoso, pero necesitó agarrarse a la silla que junto a la cabecera de la cama servía de galán de noche con algunas prendas de ropa, para sujetarse y dar dos pasos hasta el balcón. Descorrió los visillos, llovía, miró la lluvia desde una altura desacostumbrada para él, un edificio enfrente sin interés, la lluvia sobre la calle, dibujada con más intensidad en las sombras, hasta que una agradable sensación de abatimiento se apoderó de él, apoyó la frente en el cristal y se quedó un rato contemplando.

Unos golpes violentos en la puerta de la habitación le sobresaltaron. Una voz ininteligible se dejó oír del otro lado. Tuvo miedo y permaneció en silencio. Cuando se calmó miró al espejo que había encima de la cómoda. Caminó hacia él con torpeza, apoyándose en la pared. Ya frente a su propia imagen reflejada su mente quedó en blanco: uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco segundos, tal vez más, y entonces pudo intuir que la imagen que se movía delante suyo tenía alguna relación consigo mismo. Instintivamente adelantó la mano y tocó con cautela con la punta de los dedos el espejo. Realizó con su cuerpo algunos movimientos de comprobación y comprendió con esfuerzo que se trataba de su propia imagen. Se acercó un poco más. Exploró su rostro con la mirada. Esa fisonomía peculiar, cada uno de sus rasgos por separado, como si resultara imposible de momento reunirlos en un único ser, eso tan dispar y monstruoso, tuvo que aceptarlo, eso era él. Pasada la conmoción inicial pudo ensayar algunas muecas y comprobar, como antes con las manos, la extraordinaria movilidad de la cara, sobre todo la boca, y la lengua, repugnante en su impudicia. Se alejó luego unos pasos para verse de cuerpo entero. Observó sus genitales colgando, los cogió y los exploró con cuidado. Le parecieron incongruentes. ¿Incongruentes? Esa palabra le hizo caer en la cuenta de que sus ideas llegaban de la mano de sonidos articulados concretos. Abrió la boca y emitió un sonido animal complejo, como el de algunas aves pero con la garganta de un primate; lo repitió, una y otra vez, hasta que le pareció que reproducía con exactitud el sonido que con el significado de incongruente le rondaba la cabeza. Eso le divertía. Hizo el mismo experimento con otras palabras: espejo, cara, mano, hombre… Tristeza. ¿Qué quería decir tristeza? Algo sombrío, le pareció, pero incorpóreo. Miedo, soledad, extraño, eran todas palabras parecidas que salían de su interior, lo iluminaban, pero no sabía cómo ni a qué se referían. De nuevo le sobresaltaron los golpes en la puerta. Pero esta vez la puerta se abrió y se asomó a la habitación un rostro semejante al suyo, con el pelo más largo, que le dirigió unas palabras y desapareció. Aunque no entendió por completo lo que decía, supo que esa otra persona le requería, que debía salir de la habitación. Había dejado la puerta abierta, entornada. Se dirigió hacia ella, la abrió del todo y se encontró frente a un largo pasillo en penumbra; sólo al final lo iluminaba la luz lateral que provenía de una dependencia. Caminó por el pasillo paulatinamente más seguro de sus pasos y apareció en la puerta de la cocina. Allí faenaba la persona que se asomó a su habitación. Cuando ésta lo vio volvió a dirigirse a él, ahora con palabras más airadas. Comprendió que le recriminaba que estuviera desnudo. En efecto, ella estaba vestida, pero él no. Se volvió por donde había venido; tal vez en la habitación que había dejado había ropa para él. Sobre una silla encontró algunas prendas que examinó con suma curiosidad y a fuerza de ensayo y error pudo vestirse. No supo qué hacer con los calcetines que encontró en el suelo, pero sí se calzó las zapatillas correctamente. Después de mirarse en el espejo sin saber qué opinar, se dirigió de nuevo a la cocina. La otra persona se hallaba sentada a una mesa y se introducía cosas en la boca, que después cerraba y movía ostensiblemente. Giró la cabeza hacia él y después de aprobar supuestamente su vestimenta le dijo que se sentara. 

Como si experimentara un progresivo despertar a un estado de conciencia más lúcido, cada vez comprendía mejor las palabras que oía provenientes del otro ser humano, lo que le transmitía confianza. No solo eso, también le llegaban desde su interior constantemente nuevos sonidos que identificaba con los objetos que se le ofrecían. Pan, mermelada, mantequilla. Como se hubiera quedado sentado sin moverse unos instantes, mirando a la mesa, con los brazos caídos, el otro le conminó a empezar su desayuno de una vez. Qué le ocurría esa mañana que estaba tan pasmado. Mientras así le apostrofaba, le llamó la atención el color de sus ojos: azul sombra, que él sólo podía identificar con un matiz azul diferente a otros. Los rasgos de su cara eran  distintos de los suyos, más delicados. Su piel parecía más suave. Sus brazos tenían menos vello. En general todo su cuerpo era más pequeño y aparentemente más débil que el suyo. Y su pelo era mucho más largo. También la voz parecía más delicada que la suya, pero eso no podía asegurarlo, pues quizás fuera por falta de entrenamiento en su caso. Su ropa era igualmente distinta, no llevaba pantalones, sino una bata. Tomó una rebanada de pan y con gran vacilación se la llevó a la boca. La mordió instintivamente y comenzó a masticar. Pero el bocado había sido demasiado grande y tuvo dificultad en masticarlo. La otra persona le miraba y ponía caras. De pronto su rostro, el de ésta, con una sacudida brusca prorrumpió en una agitación y un sonido iterativo que estremecieron su cuerpo entero. La cara adoptó una mueca extrema, con las comisuras de los labios elevadas y los ojos cerrados violentamente. La agitación y el sonido entrecortado no cesaban. Él miraba sin entender, algo sobresaltado, con la boca llena de pan, y poco a poco notó que le venían ganas de algo no experimentado aún, una como pequeña embriaguez que sintonizaba con el ser de enfrente y le impelía a imitarlo de algún modo. Comenzó también él a sentir la mueca en su cara, luego los golpes del diafragma, la respiración entrecortada. Pero uno de esos accesos bruscos de aire fue tan violento que no encontró alivio suficiente por la nariz y le hizo expulsar bruscamente el pan triturado a medias, que salió proyectado contra la otra persona, a la vista de lo cual ésta fue sacudida por un nuevo y más intenso acceso de agitación y cacareo, y él, que se asustó de momento cuando se vio superado por su propia reacción, comenzó ya libre de impedimentos a imitarla con entusiasmo, otra vez fuera de control. Así pasaron un rato provocándose mutuamente, sin poder parar. El se dejaba llevar, aunque no entendía qué le ocurría; sabía que era algo propio de los humanos, pues el otro lo hacía, y resultaba agradable y difícil de detener además. Cuando por fin fueron calmándose y escuchó a su semejante decir las primeras frases, supo que había tenido su primer ataque de risa.

Desayunaron sin nuevos incidentes. Él aprendió no sólo a ingerir alimentos, sino a comportarse sibilinamente. Debía imitar de la forma más natural posible el comportamiento de la otra persona, simular que sabía lo que hacía. Su mente le sorprendía más y más. Constituía un juego de espejos cada vez más complicado. Se sentía animado. Pero notaba al mismo tiempo con inquietud que a mayor complejidad de sus pensamientos más se apartaba de las cosas que le rodeaban. De hecho más se apartaba de sí mismo. Como si fuera un comentario de sí mismo. Estaban las cosas, estaba él, lo que pensaba de él, lo que quería que pensaran de él…Y estaba la otra persona, cuya conciencia debía ser como la suya. ¿Qué pensaba ella en todo momento? ¿Tenía su mente tantas dobleces como él iba descubriendo en la suya? Seguramente. Y esto le parecía lo más chocante de su conciencia, que a pesar de su complejidad no fuera la única, ni pudiera penetrar en la de su semejante, de manera que tanta especulación como podía albergar, de por sí extraña y alienante, se convertía en algo completamente fútil, absolutamente contingente.

Durante el desayuno procuró hablar lo menos posible. Monosílabos y alguna frase corta. Debía perfeccionar el habla. La otra persona parecía no prestarle mucha atención de todos modos, se hallaba entretenida, entre bocado y bocado, observando las imágenes y textos de una pantalla luminosa que cambiaba arrastrando la punta de un dedo sobre ella. De pronto se percató en el silencio de la cocina del tic tac de un reloj de pared. Lo miró sin llegar a entender qué significaban las manecillas, aunque los signos dispuestos en círculo le resultaron familiares. También la otra persona alzó la vista hacia el reloj y sin decir nada se levantó y comenzó a recoger la mesa. El la imitó lo mejor que pudo. Cuando terminaron ella salió de la cocina y desapareció; se oyeron sus pasos sobre la madera del piso y después una puerta cerrarse.

Se quedó un rato inspeccionando la cocina. Abrió uno tras otro todos los armarios y fue observando su contenido con una curiosidad que paulatinamente fue cargándose de naturalidad. Las cosas estaban donde debían, aunque no pudiera reconocer su utilidad concreta. A rasgos generales comprendió que todo lo que allí existía eran útiles relacionados con la comida y alimentos. Le impresionó el frigorífico, pero sabía su nombre, y lo dijo en alto, para afianzar su control de la situación, lo que le ayudó a comprender que el frío era bueno para los alimentos, aunque no llegó a entender por qué no todos los alimentos estaban dentro de él. Después de un tiempo se sintió fatigado mentalmente; todos los sucesos que le habían ocurrido desde que se despertó, su memoria de los mismos, comenzaron a hacerse presentes fuera de control, como si adquirieran cierta autonomía, y el barullo de imágenes con su eco más o menos insistente le impedían concentrarse convenientemente en las nuevas experiencias. Salió de la cocina y se dirigió de nuevo a su habitación. Entró, cerró la puerta y se tumbó en la cama. Enseguida se quedó dormido.

Cuando se despertó estaba sudando. Como un torrente de agua se desborda e inunda rápidamente los campos adyacentes, así se inundó su conciencia de imágenes confusas al despertar, entre las cuales ganó protagonismo enseguida, surgiendo de su recóndito interior, la imagen de la otra persona sentada en la mesa de la cocina pasando el dedo sobre la superficie del reloj de pared sobre la mesa, dirigiéndose hacia él con palabras inaudibles y realizando muecas que parecían risas congeladas; entonces él acerca su mano a la cara de ella y al tocarla ésta se transforma en una pantalla luminosa en la que sus dedos se hunden sin encontrar resistencia. Enseguida la escena se corrige y gana estabilidad: la otra persona maneja con el dedo la pantalla y el reloj está en la pared. Se incorporó en la cama y miró a su alrededor; la identidad firme de la habitación lo calmó un poco. Sintió cómo su conciencia se desdoblaba y acomodaba progresivamente entre sus recuerdos y el reflejo de sus recuerdos, su estar ahí sentado en la cama y el reflejo de su estar ahí sentado en la cama. Pero un súbito escalofrío sumió su mente en la oscuridad, como si una ráfaga oscura hubiera de pronto barrido todas las imágenes de su conciencia. Y se dejó caer tumbado de nuevo sobre la cama. Se sintió a gusto, muy a gusto. Se acurrucó en posición fetal y por primera vez desde que adquirió conciencia de su nuevo ser pudo eludirla y regresar de algún modo a su ser anterior, según le pareció; ya no percibía los límites de su cuerpo, su estado de ánimo adquirió una tonalidad verdosa y se corporeizaba, por decirlo de algún modo, en formas cambiantes y sonidos limpios que fluían sin cesar. Así transcurrieron unos instantes, que para él no tuvieron medida. El sonido de un claxon en la calle lo trajo de nuevo bruscamente a los confines de la habitación. Abrió lo ojos y miró hacia el cielo gris a través del balcón. Los ruidos de afuera llegaban amortiguados. De nuevo se hallaba enfrente de las cosas. Sintió la escisión de su ser como una distancia y una carga inevitable. Una lágrima recorrió su mejilla. Se llevó la mano a su rostro y se sorprendió de hallarlo mojado, se palpó los ojos y los notó anegados. Se levantó y fue hasta el espejo. Nada particular. Articuló la palabra llanto.

Salió de la habitación y miró hacia el pasillo. No se oía ruido alguno. Caminó unos pasos y llegó a la puerta del salón, que se encontraba abierta. La atravesó y se detuvo a contemplar la estancia. En un mueble de pared, sobre algunos estantes, había fotos enmarcadas que llamaron su atención. Se acercó y comenzó a examinarlas. Se trataba de pequeñas imágenes de personas que le miraban sin moverse, sonrientes. Tocó el cristal de una de ellas fascinado, cogió la foto en su marco y la miró por detrás. ¿Cómo era aquello posible? ¿Qué hacían allí aprisionados aquellos seres? Enseguida reconoció entre ellos al que había visto antes, el que vivía con él; instintivamente volvió la cabeza hacia la entrada del salón buscando comprender. Y comprendió que una vez más la realidad se desdoblaba. ¿Dónde se hallaba ahora la otra persona en carne y hueso? Tal vez en otra habitación; ¿cuántas habitaciones había? Siguió mirando fotografías. Todos esos seres entonces existirían en su corporeidad móvil y estarían ahora en algún lugar, tal vez en otras habitaciones de la casa. Todos se parecían en su aspecto físico, aunque llevaban ropa diferente y el pelo más largo unos que otros; también algunos eran más corpulentos. Había más fotografías de la otra persona que ya conocía, y para su sorpresa, en una de ellas creyó reconocer su propio rostro. Cogió la foto y se fue con ella frente al espejo de la habitación. Tras varias comparaciones no logró quedar convencido de su identidad. Era una foto de grupo de cuatro personas de cuerpo entero. La que se parecía a él y su compañera de vivienda se situaban en los extremos, las del centro mostraban un rostro más arrugado, una mirada más serena.

Volvió al salón y dejó la foto en su sitio. Se disponía a buscar su rostro en otras fotos cuando en alguna parte de la estancia sonó con timbre electrónico un fragmento de melodía que se repetía sin parar. Buscó su procedencia y encontró un aparato sobre una mesita del que surgía insidiosa la melodía. Levantó la parte móvil del mismo y oyó un siseo que parecía una voz prisionera en aquel artefacto. Se lo acercó al oído y enseguida comprendió lo que decía la voz. Gregorio, repetía, Gregorio, ¿oye?. ¿Hola?, dijo él. Era la persona que él conocía, se dirigía a él llamándole Gregorio ─nombre que por alguna oscura razón le resultó familiar─ y le vino a decir que no la esperase a comer, que había quedado con una amiga y volvería a la tarde. En el frigorífico tenía los restos de pollo del día anterior, por si quería calentarlos en el microondas. Se despidió y un pitido intermitente se instaló en el auricular del teléfono (ahora recordaba cómo se llamaba el aparato) que al dejar en su sitio calló. 

Junto a las fotografías había también algunos libros. Cogió uno al azar y lo examinó. Observó los signos de la portada con curiosidad. En seguida comprendió que se trataba de signos que encerraban un significado. Lo abrió y se sintió abrumado al comprobar que todo él era un enjambre inmenso de signos. Recorría con la mirada una línea y le parecía escuchar en su mente un murmullo que quería hacerse entender. Entonces cayó en la cuenta de que los signos que leía (exacto, eso que hacía era leer) tenían que corresponderse con las palabras que había ido atesorando en su mente a lo largo de la mañana. Que aquella maraña de signos no eran sino una voz callada, o tal vez muchas, que hablaban y hablaban sin parar. Pero qué sentido tenía eso. Esos signos eran como las fotografías, un desdoblamiento de la realidad, de las voces en este caso, reflejos y más reflejos de la conciencia. Su mente sintió vértigo. Dejó el libro en un estante y se dirigió a uno de los balcones; descorrió los visillos, forcejeó con el picaporte y consiguió abrir la puerta; salió al aire libre. Ya no llovía, pero el cielo estaba completamente cerrado. Se agarró a la barandilla y permaneció unos instantes mirando la extensión gris de las nubes, impenetrable, uniforme. Dejó que sus ideas se extinguieran en esa reconfortante nada. Una bandada de pájaros cruzó desde su derecha. La siguió con mirada curiosa y anhelante, no sin cierta indiferencia fruto de la apacible distancia de observación, hasta que se perdió de vista. Miró luego hacia abajo. Se estremeció al sentir la altura y retrocedió. Se acercó de nuevo cautelosamente aferrándose a la barandilla. Llevó de un lado a otro la mirada panorámicamente. La calle estaba ahora más animada. Distinguió personas y automóviles. Comprendió que todos aquellos edificios que veía y los que más allá podía intuir eran construcciones huecas donde vivían los humanos en infinitas habitaciones. Eso le produjo un sentimiento de congoja indefinido. Escuchó el zumbido de los coches al rodar sobre el asfalto. Miró ir y venir a las personas y le resulto aún más incomprensible que él fuera una de ellas, se trataba una vez más de un pensamiento escindido.

De vuelta en el salón se fijó en la pantalla oscura que había en el mueble de pared, frente al sofá. Se acercó a ella. Parecía un espejo. Se agachó y se miró en ella. No se reflejaba con la misma claridad que en el otro espejo. Observó las teclas en su parte inferior y pulsó la de mayor tamaño. Se encendió un pequeño piloto verde. Pocos segundos después la aparición brusca de la imagen y la descarga sonora acompañante le hicieron caer hacia atrás del susto y se golpeó la cabeza con el borde de la mesa de centro. La desagradable sensación de dolor le hizo exclamar unos sonidos guturales informes. Se llevó las manos a la cabeza y se retorció unos instantes tumbado en el suelo. Pero el sonido y la imagen provenientes de la pantalla recondujeron enseguida su atención hacia ella. Allí apareció una persona sentada tras una mesa que le hablaba a él sin que pudiera comprender qué quería decirle; entendía las palabras, pero no el asunto del que hablaba. Se levantó e inspeccionó la pantalla, también por detrás. No sabía qué pensar. Pulsó de nuevo la misma tecla que antes y desaparecieron imagen y sonido, la pantalla regresó a su estado anterior. Volvió a pulsar y a los pocos segundos vino otra vez la imagen, pero ahora se veían muchas personas corriendo por un lugar abierto dando patadas a una bola que se pasaban entre ellas, mientras otras querían quitársela, hasta que una saltó y le dio con la cabeza y la metió en un lugar donde otra persona intentó inútilmente que no entrara. La que le dio a la bola con la cabeza y otras más comenzaron a abrazarse y saltar, mientras un ruido confuso y ensordecedor se oía de fondo: alrededor del lugar abierto por donde corrían había una gran muchedumbre de humanos mirando sentados, que también se pusieron de pie y levantaron los brazos dando voces. De pronto desaparecieron y surgió en su lugar la persona de antes, que seguía hablando de cosas incomprensibles. Ahora aparecieron otras correteando y pasándose entre ellas con las manos una bola que lanzaban al aire con la intención de hacerla entrar por un aro del que colgaban cordeles entrelazados. Competían entre ellas por coger la bola. Había muchas otras detrás que miraban y se levantaban y gritaban cuando la bola pasaba por el aro. De nuevo la persona que hablaba. Estaba sola en un lugar que no parecía una vivienda. Tenía delante, sobre la mesa, unas hojas que miraba de vez en cuando. Desapareció y se vieron luego unos artefactos sobre los que iba sentada una persona y se desplazaban a gran velocidad por un espacio abierto, haciendo mucho ruido, unos detrás de otros, todos en la misma dirección y por un mismo camino que daba muchas vueltas. Uno de los artefactos se desequilibró y salieron dando vueltas fuera del camino él y el piloto por separado; éste se levantó y comenzó a andar hacia algún sitio; llevaba la cabeza dentro de una bola. Nuevamente la persona que hablaba. Lo que decía parecía tener que ver con las imágenes. Gregorio siguió mirando con gran curiosidad la televisión. Se sentó primero sobre la mesa de centro y luego sobre el sofá. Así permaneció un buen rato.  Ahora aparecían otros humanos hablando entre ellos y también a Gregorio, haciendo cosas incomprensibles y en lugares muy diversos. Se oían también voces que no se sabe de dónde provenían. Todo sucedía muy deprisa. No entendía nada. Sobre la mesa de centro observó un objeto alargado con muchas teclas. Lo inspeccionó y comenzó a presionar las teclas al azar, esperando que algo sucediera, como había ocurrido con la pantalla, y comprobó en efecto, sin límites para el asombro, que la imagen en la pantalla cambiaba de forma absolutamente incongruente según apretaba las teclas. Algunas de las imágenes eran especialmente extrañas, bien por los artefactos que se veían, bien por los lugares en que se desarrollaba la acción, bien por el comportamiento de las personas, bien por todo ello a un tiempo. Una de las escenas que aparecieron mostraba a dos humanos juntando estrechamente y restregando sus bocas abiertas. Se sentía absolutamente fascinado por aquel espectáculo cuyo sentido desconocía; intuía sin embargo que podía llegar a comprenderlo, era cuestión de tiempo. De manera que siguió hipnotizado frente al televisor, tratando poco a poco de hilar palabras e imágenes y entender su significado.

Pasó mucho tiempo contemplando en la pantalla el mundo de los humanos. También observó por primera vez otros animales muy distintos a ellos, pero resultaban más aburridos. Sólo el sonido de un timbre procedente del pasillo le devolvió al mundo estático del salón. Permaneció a la escucha y se sobresaltó cuando volvió a oírlo. Se levantó y se adentró en el pasillo, sin saber adónde dirigirse. Un tercer timbrazo le indicó la puerta de dónde procedía. Se acercó a ella y abrió. Una persona de pelo largo y rubio, de menor estatura que él, estaba de pie y le miraba sonriente. Sin mediar palabra se coló en el piso pasando junto a él y se dirigió al salón. Cuando llegó junto a ella, ésta ya se había quitado el abrigo y estaba sentada en el sofá mirando la televisión. Enseguida la apagó con el mando a distancia y le pidió una cerveza. Gracias a la cantidad de anuncios publicitarios que había visto, supo a qué se refería y dónde podía hallarla. Fue a la cocina y cogió una del frigorífico, pero no supo cómo abrirla, de modo que se la llevó tal cual. La persona rubia le dijo que si pretendía que la abriera con los dientes, a lo que él respondió con una mirada estúpida, de modo que ella se levantó, fue a la cocina, cogió otra botella del frigorífico y un abridor de un cajón y regresó al salón. Abrió las dos botellas y le dio una a él. Después comenzó a hablar de asuntos diversos, sin esperar mucha colaboración. Llegó a saber que se trataba de su vecina del piso de arriba y que la persona que vivía con él era su propia hermana, de él, lo cual le dio que pensar, pues alguna idea se había ya formado de lo que suponía una familia. Tenía también los ojos azules, pero más claros que su hermana. Le preguntó por qué no bebía, pero mientras buscaba una respuesta ella se levantó del sofá y se dirigió hacia él, que permanecía de pie junto a la puerta, se le fue aproximando lentamente con una sonrisa extrañamente significativa, hasta que juntó su pecho con el suyo y le empujó suavemente contra la pared, luego juntó su pelvis con la suya, que movió apretándola, le sujetó la cabeza con las manos y juntó sus labios con los suyos, que abrió para dejar salir su lengua e introducirla en su boca. Él se dejaba hacer, se acordó de la escena que había visto en la televisión; procuró participar, no le disgustaba. Ella le cogió de la muñeca y tiró de él hasta el sofá, empujándole sobre el mismo. Sin decir palabra se tumbó sobre él y se restregó en él mientras le besaba. Comenzó a desvestirle. Aunque no podía entender el fin último de aquel juego, sabía que no entrañaba peligro. En todo caso no pudo sino sentirse perplejo al notar una erección. Pero ella maniobraba tan rápida y eficazmente que no le duró mucho la sensación de perplejidad. Es decir, esa perplejidad. Enseguida tuvo ella en su boca el pene de él y una perplejidad mayor se diluyó en una sensación de placer. Para entonces supo que era inútil querer comprender, que sólo abandonarse y disfrutar tenía sentido. Cuando después ella se sentó sobre él y se introdujo despacio el pene en su vagina, apenas pudo sorprenderse, pues con los primeros movimientos de su pelvis le llegó una descarga de placer que le hizo estremecerse y gemir. Entonces ella comenzó a moverse más deprisa, pero la cosa había dejado de interesarle. Ella cambió repentinamente de humor. Paró de moverse y descabalgó de él. Se calzó y abrochó la ropa y salió del salón dando muestras, también verbales, de lo que él supuso que era descontento, después oyó el portazo que dio al salir del piso. Todo ello le dejó bastante perplejo. Se preguntó si todas las personas de pelo largo eran, como su vecina, anatómicamente diferentes de él, también su hermana. Y se hizo otras preguntas al respecto, tumbado como estaba en el sofá.

Sin ser apenas consciente de ello se levantó y vistió y se dirigió a la cocina. Cogió un trozo de pan que encontró a la vista y se lo llevó a la boca. Lo masticó y tragó. Se comportaba al hacerlo con una naturalidad que le chocó tanto como el hecho de comer. Recordó que su hermana le había dicho algo sobre restos de comida en el frigorífico. Al instante se hallaba sentado a la mesa comiendo pollo asado frío y pan y bebiendo cerveza. Volvió a percatarse del tic tac del reloj de cocina. Esta vez si supo leer los signos de la esfera. Permaneció un rato mirando las manillas. Llegó a comprender que a cada vuelta del segundero le correspondía un ligero avance del minutero. Supuso que a cada vuelta del minutero la manilla corta también avanzaría algo. Pero no supo comprender la utilidad del artefacto.

Regresó al salón, se sentó en el sofá y encendió la televisión. Quería saber más, conocer y comprender mejor el mundo en que ahora se encontraba. Según había podido comprobar con su vecina, las imágenes y sucesos que veía en la pantalla parecían corresponderse con lo que ocurría en el mundo de las personas de carne y hueso, dentro y seguramente también fuera de las paredes que lo rodeaban. Y si eso era así, ahí afuera existía un mundo sumamente complejo para el que la televisión suponía una guía de aprendizaje inmejorable que debía estudiar a fondo. Los anuncios publicitarios, que enseguida supo distinguir de otros contenidos, lo desconcertaban; no llegaba a entender que el protagonismo de los mismos recayera siempre en un objeto, que había que idolatrar. Comprendió que los informativos, si bien no llegaba a identificarlos como tales, hacían referencia a sucesos supuestamente reales de forma distinta a como lo hacían otros programas, que transcurrían sin más, sin explicarse a sí mismos. Y confrontando así la forma de relatar de unos y otros programas, junto con las diversas situaciones vividas ese día, en las que había observado desdoblarse y reflejarse la realidad de distintas maneras, realizó un importante hallazgo: puesto que la mente humana  no solo captaba lo que ocurría, sino que también se captaba a sí misma en el momento de captar eso que ocurría, es más, le resultaba imposible no darse cuenta de que era consciente de algo en todo momento, esa distancia que se tendía entre una y otra consciencia impedía que las mismas se correspondieran exactamente y, lo más importante, llevaba aparejada la posibilidad de alterar voluntariamente dicha correspondencia, es decir, fingir y mentir. La mente humana era el lugar de la mentira y la ficción. Eso le llevó inmediatamente a concluir que tal vez el mundo que ahora le rodeaba no era después de todo tan real, puesto que existían infinitas versiones del mismo, tantas como personas. Y sorprendentemente para consigo mismo, trató involuntariamente de recordar su anterior estado de conciencia, su ser anterior, y comprobó que éste se le aparecía como una conciencia de rango inferior, limitada, ignorante de sí misma; como si su existencia anterior se hubiera desarrollado a las puertas de la actual, en un estado de pre-conciencia que ahora se cumplía cabalmente. O tal vez sucedía lo contrario, que de un estado de armonía con el entorno, en el que la conciencia era una prolongación del ser individual en los demás seres, había descendido a una conciencia todavía insegura de sí misma, que se cuestionaba su propia existencia. No supo cómo tomárselo, qué pensar ni sentir; había penetrado con su nuevo entendimiento en una región desconocida, había ampliado aparentemente su conocimiento de sí mismo y su entorno y sin embargo se hallaba más confuso que antes. Veía ahora en la pantalla una escena que se desarrollaba en una morgue, un film policiaco o de intriga. El auxiliar de turno abría un cajón y mostraba un bulto en una bolsa grande con cremallera; abría la bolsa y enseñaba un cadáver a otra persona, un familiar seguramente. Lo habían tiroteado ese mismo día.

Gregorio sintió entonces deseos de bajar a la calle y mezclarse con la gente, investigar los lugares que frecuentaban. Apagó la televisión, se levantó del sofá y salió al pasillo. Cuando se disponía a recorrerlo para llegar a la puerta de la calle, cayó en la cuenta de que aún no conocía toda la casa. Del otro lado de su dormitorio había una puerta cerrada; la abrió con cautela y entró en lo que parecía otro dormitorio, el de su hermana seguramente. Era más amplio y se hallaba decorado de un modo muy distinto al suyo: la colcha de la cama, con un dibujo abigarrado de olas marinas de tonos vinosos, las lámparas del techo y las mesillas de noche, con pantallas color fucsia, el tocador (ausente en su dormitorio) con un espejo de perfil sinuoso, a juego ambos con la cómoda y la cama, de madera oscura con perfiles incrustados de color morado, las puertas del armario, también oscuras, con una labor de taracea que figuraba una mata de acónito en una y de martagón en la otra, y las cortinas de la ventana, que teñían de lila la luz suave del patio, todo ello, junto a los pequeños cuadros que decoraban aquí y allá las paredes, uno con una ilustración erótica antigua de un maestro japonés, otro algo mayor con un ramo de peonías, componía una atmósfera cálida y seductora que enriquecía y hasta cierto punto contrastaba con la escueta imagen que se había hecho de su hermana. Se sentó en el tocador y examinó los frascos y cajitas que sobre él había. Se deleitó con el aroma de perfumes y cremas. Abrió los cajones, se cepilló con un cepillo, acertó con el mecanismo giratorio de un pintalabios rojo sangre y lo encontró sensual, algo obsceno incluso, surgiendo oscuro y brillante de su funda; adivinó el uso de unas pestañas postizas, quedando fascinado por la invención, y aunque no supo qué opinar de otros objetos y adminículos, todos excitaron su curiosidad. Abrió luego el armario y curioseó entre la ropa; acarició con deleite las telas de los vestidos. Abrió los cajones y examinó con gran interés la ropa interior; gracias a la televisión tampoco le costó adivinar su uso, ni imaginarse a su hermana con ella puesta. Lo que motivó que por segunda vez, sin saber cómo ni por qué, tuviera una erección. 

En ese preciso instante oyó que alguien abría la puerta de la calle. Era su hermana acompañada de otra persona. Ésta se dirigió al salón y su hermana entró en la habitación, donde le encontró junto al armario abierto de par en par con un sujetador de encaje rojo en las manos. A pesar de las preguntas, primero fruto de la extrañeza y luego más airadas de su hermana, Gregorio encontró de lo más natural dejar el sujetador en el cajón abierto y sin apartar la vista de ella acercarse lentamente hasta pegar su cuerpo al suyo y empujarla con él suavemente contra la pared. Ante el rechazo violento de su hermana, que seguía apostrofándole pidiendo explicaciones, Gregorio, sin dejar de mirarla con ojos extraviados, se sacó su excitado miembro viril y volvió a acercarse a ella. Al oír las voces recriminatorias de la hermana, ahora más fuertes, la persona que estaba en el salón, su novio, se apresuró hasta la habitación, y al ver a Gregorio con la verga enhiesta fuera de los pantalones, mirando a su hermana con lascivia, le sacudió un puñetazo en la boca que lo tumbó de espaldas contra el tocador, derribando con estruendo gran parte del delicado vidrio que éste soportaba y que llenó el dormitorio de elaborados aromas. Allí donde Gregorio, tan dolorido como sorprendido, cayó, se fue el corpulento novio de la hermana a continuar la faena. Y de no ser por la rápida intervención de ésta, Gregorio hubiera conocido también ese mismo día, de primera mano, los avances tecnológicos de la medicina en un hospital.

Cuando la hermana consiguió calmar a su novio, tras hacerle detenerse a considerar que se trataba de su hermano y que nunca antes había dado señas de violencia hacia ella, mandó a aquél al salón y se quedó a solas con su hermano. No le pidió explicaciones; le dijo directamente que aquello era intolerable; que si se había vuelto loco. Debía irse de casa inmediatamente, y que de momento se fuera a su habitación, que no quería verle. Gregorio se encerró en su cuarto y se tumbó en la cama. Se encontraba más desconcertado que nunca. Había sangrado profusamente de un labio y tenía dolorida la cara y varias zonas del cuerpo; pero más que el dolor ocupaba por completo su mente la causa del mismo, el hecho en sí de la violencia sufrida. Aunque había visto muchas y más crueles escenas de violencia en la televisión, que entonces no entendió –creía que el motivo de no entenderlas radicaba en alguna clave que se le escapaba, que tales escenas, tan frecuentes por lo demás en la pantalla, significaban algo que estaba más allá de su comprensión–, ahora que había vivido la violencia en primera persona la entendía aún menos. No era consciente de que su comportamiento hacia su hermana también había sido violento, y de una violencia más taimada y de peor signo; para él significaba lo mismo que aquello que la vecina le había hecho a él por la mañana, que resultó además tan placentero. No entendía por tanto por qué su hermana había reaccionado así y sobre todo por qué su novio le había causado de esa manera tan invasiva (esa palabra fue la que le vino en mente) ese dolor físico que aún sentía. Qué desvalido le pareció entonces el ser humano, expuesto no sólo a las incertidumbres de su conciencia, sino también a las intrusiones físicas, la violación de su integridad corporal. Y entonces supo (¡cómo no lo había sabido antes!) que en su existencia anterior él no había tenido cuerpo.

De modo que allí, tendido en la cama, ensangrentado, dolorido, confuso y apresado en su cuerpo, Gregorio deseó con todas sus fuerzas volver a su existencia anterior. Miró con asombro la sangre todavía húmeda en su camiseta; se levantó y fue a mirarse en el espejo; observó el labio hinchado y un pómulo tumefacto, sintió el dolor al tocarse. Evaluó en su mente la fragilidad del cuerpo humano, de todos los cuerpos, y cayó en la cuenta de su caducidad. Sabía que físicamente, además de por su configuración anatómica, los seres humanos se distinguían por su tamaño y complexión: los niños eran más pequeños, y entre los adultos unos eran más fuertes y lozanos que otros, débiles en apariencia y de piel más arrugada. También había visto y oído hablar de un estado de inmovilidad que llamaban muerte, al que se hacía referencia como a alguien ausente; y de cómo se llegaba a ese estado por violencia contra la integridad física. No le costo mucho colegir que también los humanos morían por degeneración de su cuerpo. Y entonces, ¿qué ocurría? Una vez liberadas de su prisión corporal ¿qué sucedía con las personas? Sin duda pasaban a otra existencia… ¡La que él ya había conocido! A él también, a su cuerpo, le ocurriría lo mismo; envejecería hasta encorvarse y arrugarse y podría regresar entonces a su mundo anterior, del que apenas podía recordar ya nada, pero que seguro era preferible a éste tan inhóspito.

Esos pensamientos le reconfortaron. Ahora debía decidir qué hacer con su existencia corporal. Su hermana le había exigido abandonar el piso, pero adónde iba a ir. Todas las personas tenían un hogar, un sitio donde cobijarse, y él, que desconocía tantas cosas de este mundo, cómo se las iba a arreglar para encontrar otro lugar donde alojarse. Tal vez debería explicar a su hermana quién era él realmente, que él no era su hermano. ¿O sí lo era en realidad? Si los humanos al morir pasan a otra existencia, ¿no era posible también el camino inverso? ¿De dónde procedían los humanos? Demasiadas incertidumbres aún por resolver. En cualquier caso le explicaría que él sólo quería que ella le diera placer, como lo había hecho la vecina; quien, es cierto, también se marchó enfadada, pero no llegó al extremo que su hermana. Decidió en conclusión hablar con ella. Pero no antes de que el energúmeno de su novio se marchara, debía esperar a que estuviera sola. Para entretenerse mientras tanto, comenzó a hurgar en los cajones de la cómoda, donde encontró un libro. Animado por el hallazgo lo cogió y se tumbó en la cama a examinarlo. Enseguida supo que los signos, las letras –así se llamaban–, se agrupaban en palabras y querían decir cosas, se correspondían con ideas. Las letras, como los sonidos, eran limitadas, por lo que sólo tenía que asociar letras y sonidos. Comenzó por las palabras más cortas, artículos y preposiciones la mayoría, y empezó a identificar las que más se repetían. Rebuscó por todas partes en la habitación hasta encontrar un bolígrafo en un cajón de una mesilla y fue copiando con trazo inseguro en las páginas en blanco del libro las palabras elegidas. Se puso después a conversar consigo mismo e identificó igualmente las palabras más cortas y repetidas. Y de la forma más sencilla, ayudado por una intuición certera que encontró muy natural, supo identificar las vocales a y e y la consonante l, luego la s del plural. Lo demás, aunque laborioso, siempre auxiliado por una anamnesis remota, fue más sencillo. Como las figuras de un puzle fueron componiéndose en su mente los significados de las palabras escritas, luego de las frases, y al cabo de una hora ya sabía leer. Comenzó entonces la lectura del libro: Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana, después de intranquilos sueños, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho. En ese momento escuchó que alguien transitaba por el pasillo y salía después de casa. Luego escuchó pasos de retorno al salón.

Era el momento. Dejó el libro sobre la cama, se levantó y salió al pasillo. No oía nada. Se acercó despacio hacia el salón; le pareció escuchar unos sollozos provenientes del mismo. Cuando llegó asomó la cabeza y vio a su hermana sentada en el sofá, con la cara tapada por las manos. Entró en el salón. Ella, como si hubiera presentido su presencia, levantó la mirada, y al instante sus ojos llorosos se inyectaron de furia y comenzó a gritarle, diciéndole que se fuera, que se largara de su casa, no quería verlo más, le estaba arruinando su vida. El, paralizado en el sitio, volvía a experimentar una desagradable violencia, más dañina incluso que la paliza que le había propinado su novio. No sabía qué hacer. Cuando vio que su hermana volvía a esconder su rostro en sus manos y rompía a llorar –sabía lo que era el llanto, ya lo había experimentado–, algo instintivo en él le empujó a acercarse a su lado. Intentó sentarse junto a ella, pero volvió a rechazarlo. Se quedó de pie a una distancia prudente y como si un mecanismo en su interior hablara por él de su boca salió limpiamente la palabra perdón. Y entonces ocurrió algo formidable. Después de esa primera palabra comenzaron a escaparse de sus labios más y más palabras que trenzaban fluida y convincentemente una historia de la que él mismo se sorprendía hasta el extremo de asustarse. —He sido un idiota. Perdona. No quería herir tus sentimientos… —Estaba disculpándose por su actuación en el dormitorio de su hermana. Y lo increíble, con ser desconcertante, no era tanto que pareciera otro el que hablaba desde su interior, sino que todo lo que esta voz ajena decía, sin mostrar ni pizca de vacilación, era mentira. Le estaba mintiendo a su hermana. Por primera vez mentía y lo hacía de forma sumamente sofisticada. —Sólo ha sido una broma. Bueno, en realidad un experimento. Pero, claro, te has asustado; debía haberlo previsto. Qué estúpido soy… —Y si al principio llegó a asustarse de la osadía de ese ser que le suplantaba, poco a poco, según argumentaba y embaucaba a su hermana se fue identificando con sus palabras, haciéndolas suyas y disfrutando de la experiencia. Había visto un programa en la televisión sobre el incesto entre hermanos que decía que se trataba de un tabú —él mismo se sorprendía utilizando términos de los que recién descubría su significado— que paulatinamente iba debilitándose en nuestra sociedad; y daban razones que, aunque le parecieron un poco enrevesadas, tenían en suma que ver con la mayor tolerancia actual hacia comportamientos sexuales cada vez más diversos, de manera que en algunos países habían ido apareciendo parejas de hermanos que confesaban abiertamente haber mantenido relaciones sexuales satisfactorias, y era de suponer que se trataba solo de la punta del iceberg. El sólo había querido comprobar si eso era cierto; si ella, su hermana, no si hubiera querido tener sexo con él —sí, ahí estaba la flor de la mentira, y no titubeó al olerla—, sino si habría visto como algo no violento que él la tentara sexualmente; pero por supuesto que no llegarían a nada, él no sentía ninguna atracción sexual por ella, le daba su palabra, cómo después de tanto tiempo viviendo juntos; ni tampoco esperaba, claro está, que ella la sintiera por él —más mentira, ¡qué dulce perfume!—, sólo que entendiera la originalidad de la situación, supuestamente prohibida y en el fondo chistosa, y se rieran juntos de ella. ─¿Y qué hacías hurgando en mi ropa interior? ¿Poniéndote en situación? ─Pues en definitiva sí ─contestó él─. Como podrás suponer también a mí me resultaba chocante que entre hermanos pudiera existir tanta familiaridad en asuntos carnales. Y debo decirte que efectivamente no sentí nada especial al manosear tu ropa interior —la mentira atrae, se retroalimenta, es un arte, lo comprobaba—, como si fuera la mía, más bonita y delicada, sólo eso.

Su hermana no quedó del todo persuadida. A pesar de la convicción con que Gregorio se había expresado, resultaba demasiado rebuscada la explicación. Si bien visto desde otro lado también parecía incomprensible que quisiera tener relaciones sexuales con ella, así, de pronto, después de tantos años de estar juntos, como él dijo. Sea como fuere se calmó un poco. Se quedaron ambos en silencio unos segundos, y él aprovechó para intentar otra vez, ahora con éxito, sentarse a su lado. Sabía que ya había conseguido su propósito: ella no le echaría de casa. Pero igual que se sorprendió enormemente hace unos instantes al saberse capaz de mentir y disfrutar de su nueva habilidad, ahora sintió por primera vez hacia su hermana algo nuevo que no nacía aparentemente de sus propias carencias o deseos. Ella seguía abatida. El sintió, más que reconoció, que así era, y le preguntó qué le ocurría. Había discutido con su novio; por su culpa. Gregorio no supo qué decir. Se animó sin embargo a preguntarle qué había sucedido. La cosa venía de antes; su novio era algo tosco, como había podido comprobar. Desde que murió su madre, la de ellos, hace unos meses, ella había estado deprimida, y él no era muy paciente con esas cosas; era algo tosco, sentimentalmente hablando, ya lo había dicho. Ayer sábado tuvieron una discusión porque él quería ir al cine y ella no tenía ganas. Y hoy la estupidez de su experimento, si es que era eso lo que realmente había sucedido. ─Si no le paro las manos, te machaca; es muy bruto. Llevamos saliendo más de un año, pero no sé, estoy confusa. ─Gregorio no dijo nada; se había quedado pensando en la muerte de su madre. No había caído en ello; como todo el mundo, también el tenía padre y madre. Y su padre, ¿también estaba muerto? Recordó la fotografía que había visto por la mañana. Para no parecer descortés le dijo a su hermana que por su parte sentía mucho haber hecho el idiota y contribuir a la discusión con su novio, pero que procurara olvidarlo, todo se arreglaría. Y se levantó y fue hacia la estantería donde se hallaba esa foto. La cogió y examinó los rostros de quienes debieron ser sus padres. Ahora se hallarían en otro nivel de existencia. No supo si alegrarse por ellos; y lo que resultaba más extraño, pareció echarlos de menos. Cómo sería haberlos conocido, haber crecido junto a ellos, se preguntó. Y sin que hubiera podido darse cuenta cómo ni en qué momento, empezó a sentir cierta familiaridad con el mundo de los humanos; ya no le parecía tan hostil. Lo sucedido con su hermana, lo que sintió al verla llorar, el hecho extraordinario de haberla mentido, es decir, haber podido gobernar las dobleces de su conciencia, y ahora el imposible recuerdo de sus padres, todo ello le acercaba a sus semejantes actuales, le integraba un poco en su sociedad. Y a ello se añadían las numerosas capacidades que descubría a cada paso en su intelecto, como la lectura —en cuanto fuera posible leería el libro con el que aprendió a leer— o los inventos infinitos del ser humano que iba conociendo y le quedaban aún por conocer. Ciertamente le resultaba difícil comparar con su vida anterior, tenía pocos y vagos recuerdos de ella, cada vez menos, le parecía. Con la foto en la mano regresó al lado de su hermana y se sentó de nuevo junto a ella. Estaba más tranquila. Manipulaba un pequeño dispositivo con una pantalla, como el que ya le había visto manejar en el desayuno pero menor, en el que también aparecían fotos y textos cambiantes según deslizaba el dedo sobre aquélla. ─¿Tú les echas de menos? ─le preguntó interrumpiéndola, mirando alternativamente la foto y a su hermana. Su hermana le miró extrañada por la pregunta. Ante el silencio insistente de Gregorio, contestó: ─¿Qué quieres que te diga? Hoy te encuentro un poco trastornado. ¿Te ocurre algo; te has tomado algo? ─Gregorio se sintió confundido. ─¿Tu crees que ellos estarán mejor ahora en la otra vida? ─Su hermana no salía de su asombro. ─¿Qué pasa, qué quieres? En serio, ¿te ocurre algo? Llevas desde que te has levantado hoy haciendo y diciendo disparates. Yo ya tengo mi ración más que de sobra por hoy; menudo domingo; déjame que al menos me relaje antes de irme a la cama. ─Gregorio se asustó; no podía controlar la situación. Sin embargo debía saber, eso tenía que saberlo. ─Perdona, es cierto, hoy he dormido mal ─volvía a mentir; qué fácil y habitual se tornaba─ y ando con el pie cambiado todo el día; no quiero agobiarte; sólo contéstame a esto: ¿tú crees que papá y mamá estarán mejor ahora, en la otra existencia, que antes aquí, entre nosotros? ─Qué otra existencia ni qué niños muertos. ¿Te has vuelto budista? Papá y mamá ahora son sólo recuerdos, en tu cabeza, la mía y algunas otras; cenizas y recuerdos; y con el tiempo sólo cenizas, polvo, nada: papá y mamá: nada; como tú, yo y todo bicho viviente en este planeta. ¿De acuerdo? Y ahora déjame en paz por lo menos un rato. ─Y volvió a ensimismarse en su pequeña pantalla.

No podía ser. El conocía otra existencia. Tal vez él era distinto y sólo provisionalmente era humano. Era inconcebible desaparecer así sin más. ¿Había realmente un abismo al final de la vida de los humanos? Se levantó, dejó la foto en su lugar y se fue a su habitación. Salió al balcón. Ya era casi de noche. Por encima de los edificios pudo ver aún el último arrebol del cielo en unas alargadas nubes plomizas. La iluminación eléctrica ya era muy evidente en las calles: farolas, comercios, anuncios, coches…, fue calibrando todos los matices del contraste de luz y sombra que cada fuente de luz producía, y cómo entraban y salían los viandantes en ellos. Ya era tarde para salir a recorrer el barrio. Cuántas promesas de novedad escondía ahí afuera el mundo. Cómo iba a desaparecer todo ello en la nada. Tenía que haber alguna forma de averiguarlo. Probablemente ahí afuera había otros seres como él, que recordaban su existencia anterior, y sabrían qué les ocurriría al morir. Mañana bajaría a conocer a esa gente. Recordó entonces el libro y entró en la habitación, lo cogió de la mesilla de noche y se tumbó en la cama a leerlo. Cuando estaba enfrascado en la lectura le interrumpió la voz de su hermana al otro lado de la puerta; que si quería cenar.

Ayudó a su hermana como pudo a preparar la cena. Recibió algún que otro puyazo especialmente vengativo por su torpeza y despiste. Mientras cenaba, su hermana volvió a entretenerse con el dispositivo de pantalla más grande que ya había utilizado durante el desayuno. En cuanto tuviera ocasión tenía que aprender a manejarlos, éste y el otro más pequeño, debían ser muy interesantes, a juzgar por la gran atención que ella les prestaba. Inevitablemente su mirada volvió a tropezar con el reloj de pared. A poco que se lo propuso ahora sí entendió su significado: las vueltas que daban las manillas marcaban el día y la noche; el reloj servía para orientarse en el tiempo durante el día: ahora estamos aquí, en este momento, ahora en este otro, y los momentos se movían con las manillas, especialmente el segundero, que corría sin detenerse: aquí, aquí, aquí, aquí… ¿Qué sentido tenía eso? ¿Qué importaba el tiempo? Los días pasaban y pasaban y… ¡los humanos se hacían más viejos! ¡Y después morían, y después…! ¿Cuánto tiempo pasaba, cuántos días hasta que uno se moría? No se atrevió a preguntárselo a su hermana. Un sentimiento de congoja le oprimió el pecho. ¡¿Quién soy?! ¿Me moriré y caeré en la nada, como dijo mi hermana? ¿Cuándo? ¡Que se detenga ese reloj…! Se levantó bruscamente y se fue de la cocina. Su hermana levantó la mirada de la pantalla y le vio salir; después regresó a lo suyo. Volvió a su habitación y se tiró sobre la cama, cerró los ojos, intentó recordar quién era él realmente. A pesar de no guardar imágenes concretas en su memoria, después de algunos esfuerzos le fue invadiendo alguna tranquilidad, un sentimiento de ligereza reconfortante, como si su mente pudiera abandonar su cuerpo, atravesar la pared que lo separaba de la calle y volar sobre la ciudad. Viajaba a ninguna parte pero se sentía bien. Estaba cansado, se fue adormilando. Unos golpes en la puerta lo despertaron. Su hermana quería saber si estaba bien, la cena se enfriaba. Sí, ahora voy, respondió. Se levantó, regresó a la cocina, pero no terminó de cenar. Su hermana había acabado y se había ido al salón; se oía la televisión. Recogió la cocina y se fue con ella, a ver la televisión también.

Intentó concentrarse en lo que sucedía en la pantalla. Se trataba de un programa concurso. Dos hombres, con los ojos tapados con un pañuelo, sujetos por la cintura con una cuerda cada uno a una mesa diferente en un extremo del escenario, sobre las que había varias tartas, trataban de encontrarse y acertar a impactar en la cara del otro con una de ellas, para acto seguido volver a la mesa, coger otra tarta y repetir la operación. La longitud de la cuerda impedía que cada uno se acercara a la mesa del otro. El que consiguiera mayor número de impactos ganaba. El público presente en el plató jaleaba y reía los aciertos de las concursantes. Éstos, buscándose a tientas, ponían todo su empeño en derrotar al adversario. Al principio Gregorio pensó que resultaba ofensivo tratar así a un semejante, aunque fuera en broma; pero al observar el comportamiento del público y del presentador del programa, entusiasmados con lo que sucedía, miró a su hermana, quien contemplaba la escena sin que su rostro trasluciera ánimo alguno, cierto aburrimiento en todo caso. Se sentía cansado. El día había sido muy intenso. Notaba que su conciencia se había desarrollado en amplitud y capacidad de penetración hasta límites que sobrepasaban la fortaleza de su cuerpo. Decidió irse a dormir. Se levantó del sofá, se despidió de su hermana, que farfulló una despedida ininteligible, y se encerró en su habitación. Mañana pondría en claro cuanto le preocupaba; le esperaban muchas novedades, muchas cosas que aprender; ganaría confianza en su nuevo estado. Ahora debía descansar. Se desnudó, se metió en la cama y tomó el libro cuya lectura había comenzado. Después de un par de páginas cayó profundamente dormido. 

Soñó que vagaba por un bosque de abetos sin necesidad de caminar; flotaba avanzando deprisa entre los troncos, esquivándolos sin dificultad. Reinaba un silencio pasmoso, podía sentirlo. Sentía también que los árboles formaban parte de él, como si en realidad todo el bosque fuera su organismo que él acariciaba con su conciencia libre, la propia conciencia del bosque. Había también restos de nieve en el suelo aquí y allá, el agua negra de un arroyo de montaña que corría en silencio. Su conciencia fue disolviéndose en todo ello, entregándose al bosque con un vértigo agradable; hasta que comenzó a sentir que el bosque, ya dentro de él, le tiraba del pecho, sentía una opresión en el pecho que lo despertó. Tenía la boca seca. Se levantó y fue a la cocina a beber un poco de agua. La casa estaba toda en silencio. Regresó e intentó volver a dormir, pero el dolor en el pecho, aunque leve, le impedía conciliar el sueño. Decidió leer un rato. Poco a poco fue remitiendo la molestia. La lectura se prolongó un par de horas. Estaba finalizando la narración cuando súbitamente la opresión en el pecho reapareció, pero ahora como un dolor intenso. Dejó caer el libro al suelo y sobrecogido por la nueva y desagradable experiencia se llevó las manos al pecho y soportó el dolor esperando que algo ocurriera. Aún llegó a percibir tras la ventana el comienzo del amanecer.

Cuando su hermana llamó a la puerta un par de ocasiones un rato después y no obtuvo respuesta, entró en la habitación. Encontró a Gregorio inmóvil con los ojos abiertos mirando hacia el balcón. Supuso lo peor. Le zarandeó un poco, le tomó el pulso y le cerró los ojos. Llamó a una ambulancia. Desorientada, se dirigió al salón. Tomó la fotografía en que aparecían los hermanos con sus padres y escudriñó sus rostros, sobre todo el de su hermano. Consideró que no resultaban especialmente expresivos, ninguno de ellos; como hubiera opinado del suyo mismo en ese preciso instante en el que nadie, absolutamente nadie habría podido intuir qué pasaba por su cabeza. Dejó la foto y se dirigió al balcón; se asomó a la calle. No se veían personas todavía; pero ya circulaban algunos coches camino al trabajo. Pudo apreciar que en el bulevar los castaños estaban ya plagados de brotes.

 
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