INSOMNIO
En el hemisferio norte el veintiuno de junio, solsticio de verano, es el día más largo del año. El fuego, como representante del ardor solar en su momento más álgido, es el protagonista en esas fechas de numerosas fiestas nocturnas en muchos pueblos de España y de otros países septentrionales. Se encienden hogueras y se salta sobre ellas, se queman muñecos o se realizan procesiones con antorchas que bajan del monte y terminan en una gran fogata lustral. Todos estos rituales, acompañados a veces de la recitación de conjuros y ensalmos, parece que encerraban en su origen actos de purificación por el fuego, que como tantos otros actos de culto paganos fueron luego incorporados a la liturgia cristiana y son hoy acerbo de una tradición cada vez más explotada para entretenimiento de turistas. También es objeto de importantes celebraciones esa fecha en el hemisferio sur, donde tiene lugar el solsticio de invierno y se celebra entonces, el día más corto del año, el renacimiento del sol en su carrera anual.
La noche del veintiuno de junio, menos de ocho horas de cálida y liviana oscuridad en la ciudad de Madrid, era la de su cumpleaños, un largo y caluroso día que pensaba celebrar con moderación. No podía dormir. Hacía calor en el dormitorio y notaba su cuerpo desnudo sudar sobre la sábana. Aunque consiguió conciliar el sueño después de muchos cambios de postura y un sinfín de pensamientos banales y caprichosos ─afortunadamente nada especial le inquietaba esa noche─, se despertó un par de horas después y ya no hubo manera de volver a dormirse. Por lo que decidió levantarse, ponerse el albornoz y hacer tiempo asomado a la ventana del salón, buscando algo de frescor en el aire nocturno.
Vivía en la quinta planta de un edificio que por ese lado, el del salón, daba a un parque; de modo que gozaba de buenas vistas sobre éste y sobre parte de la ciudad. En ese mes numerosos barrios celebraban sus fiestas y el último día, al filo de la medianoche, para cerrar los festejos lanzaban fuegos artificiales, visibles a lo lejos desde su ventana. Miró el reloj del salón, las tres y media. Era una noche agradable. Había una ligera brisa, suficiente para aliviar su calor, y una hermosa luna que comenzaba a menguar ya era bien visible a cierta altura en el cielo. De vez en cuando, a pesar de la elevación de su vivienda sobre el parque, le llegaba la fragancia de alguna flor desconocida. Pensó en los poderes mágicos que muchas creencias populares atribuyen a esa noche de purificación y cambio, trató de captar algún tipo de sensación en el aire, en el silencio reinante o en la luz del cielo, que le remitiera a esos poderes. Apenas circulaban coches por las calles; sólo los semáforos, con su cambio de luz regular, llamaban su atención. Abajo en el parque los faroles extendían sus manchas inertes de luz sobre los caminos y glorietas y aclaraban las frondas de algunos árboles; el resto, laderas y llanos de césped, árboles y arbustos se extendían en una clara penumbra bajo la luz de la luna. Junto a uno de esos arbustos cerca de un camino, medio oculto por él, a cierta distancia de su casa, le pareció observar un bulto, una forma, tal vez algo abandonado por cualquier desaprensivo; se hallaba fuera del alcance de la luz del farol más próximo. No le dio más importancia. No se veía un alma. Mientras paseaba indolente la mirada de acá para allá sin que ningún pensamiento concreto prendiera en su conciencia, le vinieron unas ganas irreprimibles de bostezar, lo que hizo con gusto esperando que el sueño le volviera en cualquier momento. Fue a la cocina y bebió un vaso de agua, más por hacer algo que por sed. Volvió a acodarse en el alféizar de la ventana y a dejar vagar la mirada, que volvió a tropezar con esa forma desconocida junto al arbusto a unos trescientos metros de distancia. De pronto se le ocurrió algo. Fue a la habitación de estudio y al momento volvió con unos prismáticos. Eran unos prismáticos de cierta calidad que le habían traído a buen precio de EEUU, burlando la aduana, y que se había procurado para observar animales en un viaje a la selva peruana. Enfocó hacia el lugar preciso y enseguida comprendió sorprendido que aquel bulto correspondía a una persona tumbada de lado, medio escondida bajo el arbusto. Sólo se apreciaban con alguna nitidez las piernas y el calzado, aparentemente unas deportivas rojas, el resto del cuerpo lo tapaba la planta, una mata de boj seguramente. Observó detenidamente por unos instantes y comprobó que la persona no se movía; le resultaba imposible discriminar si era hombre o mujer, sólo que llevaba pantalones oscuros de tela. No era normal observar en ese parque personas en estado de embriaguez, personas sin techo enganchadas al alcohol que con el buen tiempo pueden pernoctar al aire libre, sin riesgo de pillar una neumonía, en el primer sitio que encuentran. Sin embargo cualquier otra explicación parecía más remota aún; aunque claro, no se podía descartar nada. Ya que tenía en las manos los prismáticos los utilizó para rastrear con ellos los alrededores de la zona, en busca de alguna pista. Nada, todo en orden. Miró entonces la luna; siempre es interesante observar la superficie rugosa de la misma y dejar volar la fantasía. Luego rastreó los edificios más cercanos del otro lado del parque en busca de algún otro insomne como él. Pero enseguida volvió al cuerpo tumbado junto al arbusto. Seguía en la misma posición, completamente inmóvil. Y volvió a tener una ocurrencia, esta vez más osada: ¿por qué no bajar y comprobar el estado de esa persona? La apacible y fragante noche, junto con el insomnio le invitaban a ello. Una pequeña aventura para pasar el rato. Dicho y hecho. Se puso lo primero que encontró y bajó en el ascensor.
Al entrar al parque le asaltó una ligera inquietud. Nadie transitaba por allí a esas horas, menos un día de diario, y el hacerlo ya suponía una actividad extraordinaria, puede que hasta sospechosa. De encontrarse allí con otra persona resultaría de la más anómalo, algo alarmante, poco seguro en cualquier caso; pero al fin y al cabo eso es lo que tienen las aventuras. Se dirigió animado hacia el lugar en que había visto tumbada a la persona. Cuando estuvo cerca caminó con cautela, incluso exponiéndose lo menos posible a la luz de los faroles, ocultándose de algún modo. Pero al llegar al arbusto observó con sorpresa que el cuerpo ya no estaba allí. Un súbito escalofrío le recorrió de arriba abajo. Miró asustado a todas partes, esperando con temor que la persona le estuviera espiando y pudiera asaltarle de un modo u otro. No vio a nadie. Se alejó de allí rápidamente. Sólo cuando estuvo cerca de la salida del parque se tranquilizó; sin embargo siguió con paso vivo hasta entrar al portal del edificio de su vivienda.
Ya en el ascensor respiró profundamente. Qué tontería, se había asustado por nada; la aventura finalmente había quedado en nada, un paseo nocturno por el parque. Quienquiera que fuera esa persona junto al arbusto debía estar durmiendo; eso era todo lo extraordinario, un vagabundo, tal vez durmiendo la mona en el mismo lugar en que se desplomó. Ya en el piso se dirigió primero al baño a orinar, luego a su habitación, se desvistió y se tumbó en la cama. Ahora tenía un año más, cuarenta y cuatro; demasiado tiempo ya soltero; ¿estaba condenado a vivir solo toda su vida? Recordó una cena de picoteo con los amigos y el gin tonic después en una terraza; las insinuaciones que creyó entrever de Paloma. Pero uno no se lía con una compañera de trabajo si no es por algo más que la cama. Tal vez ella pretendía en efecto algo más; pero no él, no sentía tanta atracción por ella, y a su edad uno no se complica la vida porque sí. No tenía sueño. Estaba visto que esa noche la pasaba en blanco. Se volvió a levantar, se puso el albornoz y buscó un libro que leer; pero no tenía ganas de leer. Volvió al salón y encendió la televisión; probó unos cuantos canales y la apagó. Se quedó un rato sentado en el sofá en medio de la oscuridad, pensando en lo particular que resultaba el insomnio. Era también, como el sueño, una subversión de la realidad, pero anómala, más cruel, una desviación de la propia subversión que suponía el sueño. ¿Cómo se las arreglaba la gente que sufría de insomnio habitual para no andar siempre de mal humor? Pero si uno era capaz de sobreponerse a la crispación que el insomnio producía, tenía éste también algo positivo, pues le ofrecía a uno la posibilidad de mirar las cosas desde una perspectiva única; de algún modo uno se sentía dueño del mundo por unas horas, arrojado a la orilla por la corriente pulsátil de actividad y descanso de la urbe, su sístole y diástole, y desde la orilla se podía apreciar la fútil rutina que suponía dicho ritmo; el diablo seguro que era insomne. Se asomó de nuevo a la ventana. La luna estaba un poco más alta; por lo demás todo igual. Volvió a mirar al lugar del arbusto y le costó creer lo que vio: el bulto seguía en su sitio, la persona estaba nuevamente allí tirada, o eso parecía. Buscó con precipitación los prismáticos y enfocó hacia el arbusto. En efecto, allí estaba, exactamente en la misma posición que antes, de lado, las deportivas rojas vistas desde la suela, una encima y por delante de la otra, los pantalones de tela oscuros y arrugados, y las piernas ligeramente flexionadas, una sobre la otra algo adelantada. ¿Qué había ocurrido? ¿Se había equivocado de arbusto cuando bajó a mirar? No le parecía posible; había más arbustos semejantes, pero su ubicación no lo era. ¿Se había levantado aquella persona antes de llegar él y luego se había vuelto a tumbar? ¿Exactamente en la misma postura? ¿Con qué intención; seguir durmiendo en el suelo, en un sitio tan casual como cualquier otro? Ninguna de las dos opciones le parecía probable. ¿Entonces? Sin saber qué otra cosa hacer volvió a escudriñar los alrededores del parque con los prismáticos, tratando de encontrar alguna otra señal que le orientase en la dilucidación de aquel enigma. Pero no había nada allí más que ellos dos, la persona tumbada y él, frente a frente en mitad de la noche, y la más absoluta normalidad. Decidió entonces volver a bajar; esta vez se aseguraría de mirar bien y resolver cualquier duda.
Cuando volvió a entrar en el parque ya no le asaltó la misma inquietud que la vez anterior. Ahora no le preocupaba la soledad del lugar y la seguridad del mismo, sino que iba decidido a encontrar una respuesta. Andaba con más decisión, sin el recato anterior, y al cruzar un camino le salió al paso inopinadamente de detrás de una mata de adelfa una figura que le dio un susto de muerte. Saltó instintivamente en dirección contraria y profirió una exclamación de pánico que le sorprendió a él mismo. Cuando pudo fijar la atención en la figura, que se había detenido frente a él sin inmutarse, observó a un hombrecillo de rostro oscuro y arrugado que le miraba fijamente. La luz de un farol cercano le permitía apreciar bien su estrafalario aspecto. Llevaba un sombrero de fieltro negro de ala ancha, con una cinta de vivo colorido alrededor de la copa de poca altura. Tenía el pelo largo y canoso que le caía lacio sobre los hombros. Su piel era de color cobrizo y los rasgos de su rostro le daban un aire de indígena de algún pueblo andino, peruano o boliviano. Sus ojos, pequeños y muy brillantes, hundidos en un nido de arrugas, le miraban fijamente con gran serenidad. Imposible echarle una edad determinada; no parecía mayor en todo caso. Vestía una americana gris bastante astrosa, con los bolsillos laterales abultados por su excesivo contenido, y llamaba la atención un pequeño ídolo dorado con incrustaciones verdes y un tocado semicircular que traía colgado sobre el pecho, tal vez la representación de una antigua divinidad. Llevaba unos pantalones también grises y sucios (imposible saber si americana y pantalones formaron parte algún día del mismo traje), y se sorprendió al comprobar que calzaba unas deportivas rojas, igual que las que había visto con los prismáticos. De modo que aquél debía ser el que había visto tumbado junto al arbusto. Todavía sin salir de su asombro articuló confusamente un buenas noches y siguió su camino. Como esperaba, no escuchó respuesta alguna, y notó clavada en su espalda mientras se alejaba la mirada penetrante y limpia de aquel hombre. Caminó deprisa hacia el arbusto y comprobó al llegar, como suponía, que no había junto a él ningún cuerpo tumbado. El enigma quedaba resuelto, pero no del todo. ¿Por qué ese hombre se había levantado y vuelto a tumbar en el mismo sitio, en la misma posición? Miró hacia el lugar donde se lo había encontrado. Tal vez pudiera preguntarle. ¿No se trataba de una aventura?, pues había que ir hasta el final. Volvió al lugar de encuentro y buscó por los alrededores a aquel hombre, surgido de otras coordenadas, con aspecto de chamán. Pero no pudo dar con él, había desaparecido igual que llegó. Lástima; seguro que le hubiera contado algo interesante. Ahora que se estaba animando. Había llegado a perder cualquier tipo de prevención por todo lo sucedido, la hora y el lugar desierto en que se hallaba, y ahora se le esfumaba ante los ojos la explicación final del misterio. Una historia que contar que se truncaba. Resignado, volvió a su apartamento. Faltaba poco para que amaneciera; aún así se tumbó en la cama y al poco tiempo se quedó dormido profundamente. El ruido insidioso del despertador le rescató abruptamente de un sueño agitado que enseguida olvidó. Aunque la ventana había permanecido abierta toda la noche y refrescaba, se despertó sudando y tremendamente fatigado. Se dio una larga ducha, se vistió y se preparó el desayuno. Después de desayunar se marchó a la oficina.
Fue una mañana pesada, agotadora, que intentó soportar a base de café de máquina. Las felicitaciones de los compañeros le resultaron insípidas, incluso molestas. Ni siquiera encontró tiempo y ganas suficientes para contar a nadie su aventura nocturna. Sólo quería que pasara rápido su natalicio, sin gana alguna de celebrarlo, y volver lo antes posible a casa a descansar. Después de comer se le cerraban los párpados; volvió a abusar del café. Antes de retomar el trabajo ojeó las noticias en un diario digital para entretenerse; y encontró la siguiente noticia: Hallado en el barrio de X el cadáver de un hombre al que le habían extraído el corazón. El barrio era el suyo, y el lugar exacto donde habían encontrado el cadáver era el parque junto a su vivienda. Se trataba de un varón de cuarenta y cuatro años, natural de Madrid; presentaba una herida en el pecho por la que se había desangrado y efectivamente, le habían sustraído a través de ella el corazón. Encontró el cadáver junto a un arbusto un joven estudiante cuando atravesaba el parque en dirección al instituto. Al principio creyó que dormía; le llamaron la atención las deportivas rojas que el hombre llevaba, de una marca desconocida en nuestro país.