HUEVOS CON PATATAS FRITAS

 

A los ocho años en secreto Sara me rompió el corazón. Ella nunca lo supo; no puedo recordar por qué; tal vez porque nuestra lengua no tiene las palabras adecuadas para comunicar los sentimientos amorosos a esa edad, o bien yo no disponía de tales recursos, o tal vez porque la timidez debe imponerse ineludiblemente a un tierno infante ante la intensidad de semejante acometida, o incluso porque yo no podía saber qué me ocurría, salvo que me rompía por dentro de no estar junto a ella; tal vez un poco por todo ello.

Madmoiselle Matilde era nuestra profesora de francés. Un día se le quemó la casa, pobre. Pequeña y arrugadita como una pasa, con gafas, era una mujer simpática. Nos llevaba  por el jardin de la France como la mamá gallina a sus polluelos, entre juego y juego. Era una clase voluntaria, lo que ahora se llama actividades extraescolares, todos los días de una a dos, la única mixta, para chicos y chicas, a la que asistí en el colegio durante la enseñanza primaria.

Sara llevaba trenzas y flequillo. Pero para mi desgracia el tiempo, tan cruel en esto —¿cómo puede privarnos del recuerdo de la dulce causa y no del dolor que motivó?—, ha arrasado en mi memoria la imagen de su rostro. Para no traicionarla sacrificándola en el sucio altar de la literatura, sólo diré que su cara era redonda, bien proporcionadas sus facciones, su mirada y su gesto dulces y tranquilos, como el de tantas otras niñas a esa edad. Yo me sentaba detrás de ella y me enamoraba de su nuca, su cabeza redonda, sus trenzas dormidas.

Seguramente existieron otros exquisitos episodios, dignos del mayor interés, que fatalmente he olvidado, pero todo lo que ahora interesa ocurrió un sábado. Entonces aún había colegio los sábados por la mañana. A la salida yo hubiera debido corretear como solía por la plaza adonde daba el colegio, gritar y lanzar por los aires mi cartera irrompible de cuero de vaca que mi abuelo me regaló por Reyes, junto a Carlitos mi amigo, rubio y frágil. Pero en vez de eso, por algún motivo que esconde otra laguna del recuerdo —tal vez esa mañana Sara tuvo hacia mí algún gesto, una mirada, incluso una palabra, que envenenó de pasión mi amor por ella… ¡oh, mil veces maldita memoria impía!— la seguí, a ella y a su madre que la esperaba, sin saber su rumbo, espiando sus pasos pequeños, su figura mágica, temeroso de algo incomprensible que estaba sucediendo en ese mismo instante fuera y dentro de mí al mismo tiempo, incierto, desconocido, dominante.

Fueron al mercado, un mercado cubierto y grande que había cerca de mi casa. Todavía a esa hora había mucha actividad. Compraron en varios puestos, y yo las seguí escondiéndome entre la gente, con mi abrigo corto de espiga y mi cartera irrompible de cuero de vaca, mirando entre el bullicio de cuerpos que se afanaban junto a las mercancías y recorrían arriba y bajo las calles que separaban los puestos, bajo la única luz débil que se derramaba sobre los productos en venta, sin apenas poder verla a ella, mi único interés, buscando el mejor ángulo. ¿Qué perseguía yo en esa pequeña e inútil odisea entre la gente? ¿Un sólo atisbo de tu rostro, Sara, uno más? ¿Había yo subido al cielo ese sábado en clase de francés y no quería, no podía abandonarlo sin sufrir una pérdida insoportable? Supongo que en efecto no podía hacer otra cosa; mi pequeño cuerpo y su voluntad, grande o pequeña, se debían a ella en esos momentos. Y la seguí hasta que terminaron las compras y salieron del mercado.

Fuera, a la luz del día, sin gente que se interpusiera, podía volver a ver a gusto su figura caminar de la mano de su madre, adelantarme por la cera de enfrente y con gran precaución de no ser descubierto atisbar su rostro, encenderme en su contemplación, espiar su comportamiento y su enigma todo. Y así fui detrás de ellas, aunque mi casa quedaba de camino, hasta la suya, guardando con mis pasos sigilosos el grave secreto de mi deseo frente a toda la gente que me cruzaba, ignorante de lo que sucedía.

Sabía dónde vivía. Una puerta en la calle daba a un único y prolongado tramo de escalera y en el descansillo final a la derecha se entraba a su vivienda. Aquí se terminaba inapelablemente mi aventura. No había nada más que yo pudiera hacer, sino sufrir con entereza el desolado regreso hasta mi casa. Se había hecho muy tarde, eran más de las tres, seguramente allí me esperaba una reprimenda. Llamé a la puerta al llegar, me abrieron y para mi sorpresa nadie prestó atención a mi demorada presencia. Había bullicio en la casa, estaba todo el mundo, me asomé a la cocina y pregunté animado qué había de comer: huevos con patatas fritas. La dicha de vivir remontó el horizonte y de nuevo se asomó a mi corazón. Todas las nubes que hace un instante se habían cernido sobre mi ánimo se fueron de pronto. No puedo recordar si dediqué en mi mente en las horas siguientes algún momento a Sara, pero sí puedo asegurar —ese recuerdo aún no se ha desvanecido en mi memoria— que en ese preciso instante yo fui un niño feliz.

Y pensándolo bien tal vez Sara nunca lo supo, mi adoración por ella, porque nunca necesité que lo supiera.

 
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