DOS HERMANAS
Ahora tengo sesenta años, y aunque el lumbago no es la peor de las amenazas biológicas que puedo temer en el horizonte del futuro, es el que hoy me tiene postrado en el sillón y me obliga a abstenerme de la rutina cotidiana, cada vez más preciada e inevitable a edades provectas. Y para compensar, vengar incluso, el fastidio que provoca esta forzosa e indigna inmovilidad, quiero rememorar algunos sucesos que me ocurrieron al final de la infancia; sucesos que ciertamente no puedo decir que marcaran de un modo significativo mi vida ulterior, pero sí que contribuyeron con su carácter extraordinario a modelar mi visión del orden natural de las cosas, sobre todo del orden femenino. He dicho extraordinario porque así me lo parece a la vuelta de los años, pero entonces, para un chaval de sólo once años, que por ahí andaría mi edad, lo extraordinario constituía un ingrediente básico de la experiencia diaria, más aún si se trataba de algo tan prometedor de misterio y fascinación como era el descubrimiento del sexo opuesto. Y por tanto, lo que hoy me sorprende y me invita a la reflexión al recordarlo, me pareció entonces sin embargo, aunque impregnado de una delicada extrañeza impenetrable y también por eso mismo, el atavío sofisticado y seductor del mundo, mi mundo, no exento de peligro y de momentos agrios, pero maravillosamente natural.
Se llamaban Elvira y Natalia y eran hermanas. Elvira, la menor, de mi edad, tenía el pelo negro, que le caía en amplias ondas sobre los hombros, los ojos grandes y oscuros, bien formada, guapa. Natalia, uno o dos años mayor, era de pelo y ojos más claros, con un hoyuelo en la mejilla que según ella, más redicha que su hermana, era el “hoyito” de la belleza. Elvira era más callada; y por si no ha quedado claro, mi preferida. Natalia fue la elegida de mi mejor amigo de entonces, Jose, algo mayor que yo y a quien mi madre, por su mirada pícara supongo y su ánimo despierto, llamaba Crispín; él a su vez, por algún deje agitanado sobre el que volveré más adelante, me llamaba a mí “primo”. Nuestras preferencias eran correspondidas, y así, puede decirse en definitiva, los dos amigos íntimos éramos novios de las dos hermanas, aunque no sabría decir en cambio si la elección de Crispín obedeció naturalmente, como la mía, a una sincera atracción por Natalia, coronando con ello nuestra amistad con una excitante experiencia en paralelo, o fue por el contrario gracias a nuestra estrecha amistad, y para mejor sellarla, por lo que mi amigo decidió, a la vista de mi solicitud de compromiso felizmente satisfecha, requerir de Natalia su anuencia a la suya menos apremiante.
Cualquiera que tenga más de once o doce años puede suponer a qué se reduce habitualmente un noviazgo a esa edad. Como consecuencia de su doble carácter de juego e iniciación al mundo adulto, es importante la declaración explícita del compromiso en presencia de testigos, de lo contrario no tendría el valor ritual que le es inherente, y además, puesto que las manifestaciones eróticas en tan temprana relación, especialmente delante de los demás, son bien sutiles, de no mediar dicho compromiso público éste pasaría desapercibido, como mucho sólo sospechado, y los novios secretos no tendrían prelación sobre el resto de amigos a estar cerca uno del otro en los juegos mixtos, poderse tocar cuando éstos lo requieren e incluso jadear por el esfuerzo uno cerca del otro mezclando alientos.
Elvira fue mi primera novia. No mi primer amor; puedo recordar intensos sentimientos anteriores provocados por una niña, incluso dolorosos, pero secretos, nunca correspondidos. Su rostro era dulce, su mirada intensa, de ángel y diablo al mismo tiempo, podría decir ahora, según me pareció cuando la conocí. Ambas hermanas aparecieron en el barrio de pronto, en algún momento determinado, no figuraban entre los rostros de niñas que nosotros también niños fuimos conociendo paulatinamente, a medida que comenzamos a interesarnos por ellas y compartir juegos. Recuerdo el primer día que las conocí. Era un soleado domingo de comienzos de primavera y su madre les había confeccionado un vestido fucsia de dos partes idéntico a cada una, que estrenaban con zapatos de charol negros y calcetines calados blancos. No me sentí especialmente impresionado a primera vista, no fue lo que se dice un flechazo, pero sí la encontré bonita, le sentaba mejor a ella el vestido que a su hermana, y en cualquier caso su recatado rostro, la timidez calculada de su mirada, que desmentía el brillo intenso de sus ojos ─una mirada no tanto inteligente como perversa, perseverante en el límite de su candidez─, la hicieron predilecta a los míos frente a su hermana más sofisticada.
Nuestro lugar habitual de juegos, cuando no salíamos a explorar los confines del barrio, era la Plaza Vieja. Llamada así porque en su ubicación se celebraba antiguamente un mercado, era una plaza cuadrada abierta por los cuatro costados a través de callejones a otras calles y a un bulevar. Tenía el suelo rebajado en su mayor superficie en relación con el perímetro, adonde daban comercios y portales de edificios de viviendas y al que se accedía por cuatro amplias escaleras en línea con los callejones, y ambos, perímetro y zona central, separados por un seto de aligustre y un talud que allá por sus orígenes debió estar cubierto de césped, contenían un gracioso bosquete geométrico de acacias que dulcificaban el aspecto y mejoraban las condiciones urbanas de la plaza como lugar de encuentro y recreo. En esa plaza de tantos y tan penetrantes recuerdos hoy, tuvo lugar entonces, en sucesivos encuentros, nuestro conocimiento y posterior alianza. Alianza que para reforzar quise yo regalarle a Elvira un anillo de plata que robé a mi hermana mayor, apreciado como su favorito y que a mí se me antojaba una exquisita joya, con una preciosa piedrecita azul en forma de corazón engarzada en un fino molde de plata; sin embargo mi simbólico obsequio fue tajantemente rechazado: tanto ella como su hermana tenían alergia a la plata. Lástima porque el anillo le ajustaba perfectamente, aunque en el dedo corazón, no el anular, donde se llevan los anillos de compromiso y lo llevaba también mi hermana. Otro aspecto en común que tenían ambas hermanas y que no dejaba de resultarnos curioso, excepcional pienso ahora, es que tenían las dos una pequeña cicatriz en forma de aspa en el mismo sitio, en la nuca, cosa que sólo llegamos a saber fortuitamente mi primo y yo, cada uno por su lado, pues ellas llevaron a mal que lo descubriéramos, y que por ello mismo, por lo que de sorprendente hallazgo robado al azar tenía, enardeció nuestra complicidad en esta aventura de iniciación erótica y sentimental. Nunca dieron una explicación convincente de tan curiosa coincidencia, les molestaba incluso hablar de ello.
Elvira y Natalia eran españolas por parte de madre, una mujer de corta estatura y cuerpo orondo, que contrastaba con el porte del padre, alto, enjuto, de adusta apariencia y procedencia remota, de algún país del este de Europa. Ellas se apellidaban Stenoska, Stanoska, o algo parecido; y de hecho Natalia se escribía realmente Natalija, según presumía ella y hasta daba que presumir a Crispín. A la madre la vimos en más ocasiones; era ella la que venía a menudo a recogerlas a nuestro territorio de juegos, siempre a la misma hora y casi a plazo fijo, para llevarlas a algún sitio, a visitar a un pariente enfermo según decían. Parecía una mujer tolerante, pues en más de una ocasión vio a alguna de sus hijas, y hasta a las dos a un tiempo, acompañadas de sus infantes galanes y nunca las regañó que sepamos. Al padre sin embargo le vimos en contadas ocasiones. Le recuerdo al final de la tarde, ya casi anocheciendo, aparecer en el callejón que hacía esquina con la peluquería de caballeros y allí apostado, inmóvil, severo, con sombrero de ala ancha y traje oscuro de corte anticuado reunir a sus hijas sin necesidad de llamarlas, como si su sola presencia fuera enseguida percibida por ellas de forma apremiante, pues dejaban de súbito cualquier actividad que estuvieran haciendo y volaban a su lado; y entonces sí que parecía importar si estaban o no portándose bien en ese momento, pues creí verlas asustadas de ser sorprendidas con alguno de nosotros. Debía ser un hombre sumamente autoritario, acostumbrado a ser obedecido, no sólo por su mujer e hijas. Si acaso le preguntaba a Elvira por cualquier aspecto referente a su padre, a qué se dedicaba, cómo conoció a su madre… torcía el morro y me lanzaba una mirada fulminante: ─¡A ti no te importa, primo! ─recalcando con sorna el trato cariñoso que nos dedicábamos Crispín y yo, que de sus labios salía como un odioso motete, sabiendo que fue él quien originalmente comenzó a usarlo y que por ser mayor que yo denotaba cierta ascendencia sobre mí, la cual a esas edades los críos magnifican y tildan de debilidad en sus semejantes.
Pero eso a mí no me afectaba. La relación entre mi amigo Jose y yo fue casi siempre ─salvo las imprescindibles desavenencias ocasionales que ratifican mas que cuestionan la lealtad de una relación─ honesta, alegre, recíproca. En todo caso era casi siempre Crispín quien me buscaba. Venía a menudo a mi casa sin previo aviso. Como aquella ocasión en que me lo encontré de sopetón al salir de casa en la escalera, me miró sonriente con esa mirada encendida de pillo que denotaba una alegre novedad y bajando la vista al tiempo que se subía una pernera del pantalón me enseñó sus nuevos y relucientes botines corintio, que se ajustaban al tobillo por dos elásticos laterales, envidia de cualquier gitano de los que frecuentaban el barrio. Su relación con sus padres era mala; no parecía que se preocuparan mucho por él; de ahí quizás que se sintiera a gusto en el entorno de mi familia. Dejó de estudiar muy pronto y aún no tenía edad de trabajar; así que tenía todo el tiempo del mundo para vivir la calle y encontrar ocasiones para cometer fechorías de poca monta, como aprovechar las horas de nocturnidad para en las calles más solitarias asaltar los coches aparcados y robar cualquier contenido de algún valor, especialmente aquellos encendedores de gas Flaminaire de diseño tan característico, ajustado a la palma de la mano, que se introducían en un soporte pegado en el salpicadero de los carismáticos seiscientos. Mis padres no eran del todo ajenos a la no tan ociosa vida extraescolar de mi amigo; y para proteger mis intereses urdieron con la dirección del colegio al que yo acudía, situado en la misma plaza, un sencillo plan: me persuadieron con éxito de acudir todas las tardes a los entrenamientos de gimnasia deportiva que el centro, excepcional en esto en nuestra ciudad, había comenzado a impartir recientemente. Mi primo, sintiendo el menoscabo de mi compañía y sin nada mejor que hacer, se apuntó igualmente a los entrenamientos, que eran gratuitos; aunque él no era alumno del centro, el entrenador era una persona magnánima y los tiempos eran otros. Y de este modo enseguida nos encontramos los dos haciendo piruetas sobre las colchonetas del gimnasio, a la vista de un público entusiasta de nuestra edad, que contemplaba desde la calle los entrenamientos a través de unos amplios ventanales que aunque provistos de sus correspondientes visillos nunca estaban echados. Ya digo, eran otros tiempos. Y entre tan admirable público estaban, como no, nuestras adoradas Elvira y Natalia, para las que actuábamos con todo nuestro entusiasmo, afrontando no pocos peligros de trompazos con consecuencias diversas.
No alcanzo a vislumbrar cómo pero un día, luego que nuestra relación había ido despertando en mí el inconstante y turbio anhelo propio de la antesala a la pubertad, mezcla de imitación de adultos, juego y verdadero deseo, me encontré sólo con Elvira en uno de los portales que daban a la plaza. Aquello era inaudito, pues siempre nuestros juegos y coqueteos se hacían en público, con el resto de la pandilla. Era evidente que algo debía ocurrir. Tal vez nos espiaban desde fuera, pero eso no iba a impedir que yo me atreviese a besar por primera vez a mi amiga; no como consecuencia del juego de las prendas, sino porque sí, los dos solos, un limpio e incontestable beso en aquella adorable mejilla. Pero la realidad supera tan a menudo, por encima o debajo, nuestras expectativas, y nos hace tan vulnerables a la experiencia, cuando nos entregamos a ella sin el lastre de inútiles prevenciones, que mi deseo había de quedar fatalmente frustrado, mas de forma absolutamente inesperada y ventajosa para mí: cuando me decidí a romper el cerco hechizante de su mirada, que después de algún titubeo se clavó en mí sin miedo ni inocencia, y cerrando los ojos dirigí mis labios adonde pretendía, me encontré con los suyos tiernos, tranquilos, no especialmente cálidos pero sí mucho más sabios que los míos. Retrocedí en seguida y abrí los ojos; ella seguía mirándome igual que antes, intensamente, y en sus labios se formó una sonrisa que al instante apaciguó su mirada y devolvió a su rostro el candor habitual; luego bajó la vista y salió corriendo del portal.
Debo decir que mi amiga se comportaba a veces de forma misteriosa, su conducta entonces no podía explicarse por la de las demás chicas de su edad, parecía mucho más mayor que ellas, pero sin la seriedad y la torpeza de los adultos, con una sabiduría que uno podía probar sin hartarse, como un pastel que uno puede comer sin atiborrarse nunca. Junto a Elvira, y podría decir más o menos lo mismo de su hermana, por confesiones de mi amigo Crispín, uno se sentía de otro modo que junto a otras personas, no sólo por la atracción que provocaban, sino que desprendían como una aureola que notabas que te afectaba, te transformaba de algún modo, te sentías como cariñosamente acogido en un hogar extraño. Tengo en mi mente dos recuerdos de Elvira íntimamente asociados, sin que pueda precisar por qué, tal vez porque revelan dos caras opuestas de su compleja personalidad. Mi primo y yo nos habíamos procurado unas ramas de árbol rectilíneas (supongo que de alguna de aquellas acacias por las que trepábamos para bajar el balón de fútbol retenido en su copa) que, afiladas por un extremo a modo de astas, después de un breve trote y un temible grito de guerra lanzábamos y clavábamos en la tierra devastada del que fue originalmente un talud de césped. En una de esas acometidas se me cruzó por delante un gato negro e instintivamente, con una crueldad desconocida en mí, todo mi ardor guerrero salió a la superficie y disparé el dardo contra el pobre animal, si bien es cierto que se hallaba algo lejos y las probabilidades de acertar eran remotas. El caso es que para mi desgracia le clavé el afilada asta en el cuarto trasero al animal. Éste lanzó un penetrante maullido que luego se enredó de rabia mientras se retorcía en su sitio antes de escapar cojeando ostensiblemente hacia el callejón más cercano. Allí fuimos a seguirle la pandilla de amigos y lo encontramos debajo de un coche lamiéndose la herida que sangraba. Al acercarme a él para interesarme por su estado, atenazado por un sentimiento indefinible que mezclaba vergüenza, rabia, temor, compasión y qué se yo más, el gato, como si reconociera a su agresor, me lanzó un bufido espantoso que me hizo recular asustado. Todos lo mirábamos con sentimientos diversos, pero unidos por la curiosidad, sin atrevernos a acercarnos. Entonces Elvira, decidida y tranquila, dio unos pasos y se arrodilló lentamente junto a él, se mantuvo así unos segundos, mirándole a los ojos, el gato maulló débilmente y se tumbó. Elvira entonces lo sacó delicadamente de debajo del coche, le pasó los brazos por debajo y lo levantó, después le hizo diestramente una cuna con un brazo plegado, mientras con el otro le acariciaba la cabeza, y se lo llevó a su casa. Nunca me afeó tan cobarde acto.
El otro recuerdo muestra un aspecto muy diferente de mi amiga, una dimensión si acaso al principio sólo intuida pero que luego se abriría a un horizonte infinito. Era uno de esos momentos en que los chicos, por estar con las chicas, aceptábamos jugar a uno de sus juegos, la comba en esta ocasión, a la que saltábamos con ímpetu atlético pero sin la gracia y soltura de ellas. Acertó a pasar cerca de nosotros una niña de unos ocho años, a la que conocíamos de antes en el barrio, que enfermó tiempo atrás de polio y ahora caminaba apoyada en dos muletas, sujetándose en sus escuálidas piernas inútiles, encorsetadas en aparatosas estructuras ortopédicas de metal con correas de cuero y zapatones incluidos. De un bar en las proximidades nos llegaba el sonido de una melodía de moda. De pronto Elvira, sin ningún disimulo y a la vista de todos, también de la niña discapacitada, se puso a andar contoneándose de forma exagerada, imitando los movimientos de la inválida y al ritmo de la música, convirtiendo lo que para cualquier persona normal constituía un espectáculo de sufrimiento en un baile ─y ello desdibujaba los límites de la crueldad─ original, atractivo para la vista, bien ejecutado; con su falda corta Elvira, aprovechando la libertad de movimientos de sus brazos, de la cual carecía la niña escarnecida y ella sacaba tanto partido, abriéndolos en cadenciosas ondulaciones que contrastaban con el movimiento sincopado de las caderas y la brusquedad de los pasos, ejecutó unos figuras de baile que nos dejaron literalmente atónitos. Puede que se oyera algún conato de risa pronto ahogado entre nosotros, pero tras unos segundos de pasmo comenzaron las reconvenciones. Elvira bailaba extraordinariamente bien, no cabía duda de ello, y de seguro que su parodia excitó nuestra fibra de la crueldad, tan sensible a esa edad; pero ésta no podía vibrar libremente, al menos no en una persona normal, ni siquiera en armonía con la de nuestra aún poco educada fibra artística, la compasión tenía que prevalecer, todos le recriminamos su actuación, incluso con vehemencia. Miramos a la niña inválida y no encuentro palabras para expresar lo que vimos en su rostro, que nos sumió en una congoja tan profunda, mientras se alejaba con su paso quebrado, que sólo nuestro odio común hacia Elvira pudo sacarnos a flote de ese pozo de sufrimiento absurdo, permitiéndonos hablar airadamente y reprocharle su comportamiento. Elvira no sólo encajó con increíble entereza la bronca, displicente como una artista incomprendida, sino que como si fuera sabedora de algo que a nosotros nos estaba velado, sonrió una vez más, como hacía siempre para reconducir las situaciones tormentosas a su calma previa, y enseguida todos habíamos olvidado lo sucedido. Sin duda estaba hecha de otra pasta que nosotros. Por mi parte, debo reconocer que de entre los múltiples sentimientos que se agolparon confusamente en mí en tan poco tiempo, uno de ellos me pareció estrenarlo ese día, un miedo a lo ilimitado en mi interior, a lo carente de normas, a lo informe del alma humana.
El verano había comenzado y con él las vacaciones escolares. Ahora pasábamos más tiempo en la calle y podíamos jugar más a menudo con las chicas. Por las tardes, cuando el sol declinaba y la sombra ganaba casi por completo la plaza, comenzaba ésta a bullir de madres con sus críos, chicos de todas las edades y abuelos que salían a tomar el fresco; imposible encontrar entonces un sólo banco libre de los numerosos que allí había, rodeando la plaza en todo su contorno a ambos lados del talud, aquellos sencillos y espartanos bancos de granito formados por una gruesa plancha rectangular de bordes curvos sobre dos anchas patas torneadas. Había entonces una algarabía de fondo en toda la plaza que no cesaba hasta que la noche era franca y la gente se iba a cenar. Y enseguida llegó el mes de julio, cuando mis padres, para poder también ellos disfrutar de un poco de sosiego nos mandaban veinte días a mis hermanos y a mí a un campamento a la sierra y se quedaban sólo con mi hermana pequeña. El día antes de mi marcha Elvira me regaló una pequeña medalla de oro que ella a veces traía con una fina cadena también de oro. Era una medalla muy antigua y en ella figuraba, según me dijo, el escudo de su familia paterna, aunque el paso del tiempo había borrado en gran medida el relieve y sólo se podía intuir la figura de un ave con las alas abiertas sobrepasando los límites de un círculo en el fondo y en el dorso una gran ese y una inscripción en el borde ilegible, en un idioma desconocido además para mí. —Si la llevas puesta estaré cerca de ti —esas fueron sus palabras, el significado de la inscripción según dijo.
Cosa que no hice como es lógico, aunque la llevé conmigo, pues hubiera sido temerario en un campamento de verano colgarse una fina cadena al cuello si uno quería conservarla. Y como es normal para un chaval de doce años recién cumplidos, pronto relegué a Elvira en mi pensamiento, en cuanto me enfrasqué en la vida salvaje en la espesura de pinares de la sierra madrileña. A mi regreso sí busqué en cambio de inmediato la compañía de Jose; había muchas aventuras que contar y el calor de la canícula no suponía ningún impedimento para dos chiquillos que tenían en la calle su escuela de ocio y también de vida predilecta. Sin embargo no supe nada de él los primeros días. Cuando por fin nos encontramos, acababa de recuperarse de una enfermedad que le había tenido varios días con fiebre en la cama. Su aspecto no era muy saludable. Y antes siquiera de que pudiera relatarle mis andanzas por las resinosas selvas de Cercedilla comenzó a hablarme de Natalia. Habían dejado de ser novios. Era una depravada —no fue esa la palabra que utilizó, pero ése era su sentido—. Debajo de su apariencia cursi había maldad, o locura; hacía cosas incomprensibles y quería que él, Crispín, también las hiciera. Prácticamente le obligó a hacer un juramento de sangre; pero lo peor es que para ello le hizo un corte en la muñeca con una cuchilla de afeitar —y me mostraba la herida aún sin cicatrizar— que por poco no se desangra. En otra ocasión, un día en que se hizo de noche y se quedaron ellos dos solos después de irse a casa todos sus amigos, Jose quiso darle un beso en la cara y ella le mordió los labios, tan violentamente que le hizo sangre, y después de mirarle con ojos extraviados comenzó a reírse como si la cosa le resultara tremendamente divertida. Nada más irme yo al campamento, cuando Natalia se enteró de que Elvira me había regalado la medalla de su padre, le pegó tal bronca delante de todos que la hizo llorar. —Está loca. Yo no sé si Elvira será igual, pero me pega que es cosa de familia. Ándate con ojo.
Yo no hice demasiado caso de las advertencias de mi amigo. Elvira era una chica diferente a todas, sin duda, pero de ahí a que estuviera loca… Por la vehemencia con que ahora repudiaba a la chica, a pesar de que nunca le vi realmente encandilado por ella, podía intuir que no me había contado todo lo sucedido, que algo más turbio había sucedido que no quería compartir conmigo, algo que había atentado incluso contra su dignidad. Le pregunté si había visto a Elvira recientemente, pero me dijo que no desde antes de su enfermedad. A primeros de agosto nos fuimos toda la familia a veranear a la playa, el mes entero. A pesar de las mayores posibilidades que ofrecía el mar, no me divertí tanto como en el campamento. Cuando regresé, celebré vivamente el reencuentro con mi primo y mi pandilla; pero tampoco vi a Elvira. Me enteré de que la familia entera se había ido del barrio.
Septiembre, despedida del verano, comienzo del colegio a la vista; paulatinamente vuelven a encarrilarse las actividades hacia objetivos definidos, provechosos; el extravío del buen tiempo y lo que nos sucedió durante el mismo, frágil de conservar, caducan simultáneamente; una nueva concentración de energías pone en movimiento las aspas del otoño, llegan las primeras lluvias y el nuevo curso alcanza velocidad de crucero. Yo empecé tercero de bachillerato y junto con Crispín continuamos dando saltos acrobáticos por las tardes sobre las colchonetas del gimnasio; pero él pronto se cansó y cuando los días se acortaron volvió a perderse por la oscuridad de las calles poco frecuentadas. No volví a pensar en Elvira, o sólo ocasionalmente, por puro azar, como cuando revolviendo un día en un cajón tropecé con la medalla que me regaló, guardada en una cajita de plástico de pastillas de regaliz olvidada entre otras menudencias. Y decidí ponérmela; a pesar de su estado lamentable de conservación y su poco lustrosa apariencia, decidí ponérmela, sin saber por qué. Era comienzos de diciembre y ya barruntábamos las Navidades; todavía debían pasar algunos años hasta que perdieran por completo su carácter genuinamente festivo y se transformaran, para el joven adulto primero, en una época licenciosa en torno al alcohol y más tarde en la Babilonia del consumo. Y una tarde, a la salida del colegio, ya anochecido y antes de entrar en el gimnasio, la vi. Iba con su madre de la mano y entraron en un comercio de ultramarinos de la plaza. Debo reconocer que el corazón me dio un vuelco. Salí corriendo hasta la puerta del comercio y desde allí hice todo lo posible por verla y que me viera. Pero sólo lo conseguí después de un rato de intranquila espera, cuando salieron. Elvira me vio, y para mi sorpresa y con gran decepción pude notar que su rostro, más triste que nunca desde que la conocí, apenas se inmutó al verme. Sin embargo, cuando se alejaban por el callejón en dirección a su casa, dejándome plantado en la plaza como un perro abandonado, Elvira se volvió y me hizo una señal con la palma de la mano para que esperara. Hubiera esperado hasta que las calles estuvieran desiertas. Después del olvido en que la había mantenido desde el verano, me vi sorprendido por la renovada fuerza magnética de su presencia. Me busqué la medalla en el pecho y recordé: —Si la llevas puesta estaré cerca de ti —. Un estremecimiento indefinido me recorrió el cuerpo. Esperé toda la tarde, pero Elvira no apareció. Me dirigí a la calle donde sabía que vivía, cerca de la plaza, pero no conocía el portal; anduve dando vueltas arriba y abajo mirando a las ventanas y balcones por si atisbaba algún signo de su presencia, pero nada; se había hecho tarde, me fui a casa desolado.
A la tarde siguiente tampoco fui a gimnasia. Anduve merodeando por la plaza y busqué a Jose por el barrio, pero no di con él. Tenía que encontrarlo, contarle que había visto a Elvira. Fui a buscarlo a su casa, donde sólo había estado en una ocasión anterior y nada más que en el patio al que daba la vivienda, nunca dentro de ella. Me abrió la puerta su hermana mayor, una muchacha de complexión robusta, seria, de rostro parecido al de mi amigo pero menos agraciada, y me invitó a entrar; le encontré de nuevo enfermo en la cama. Había estado otra vez con fiebre, igual que en verano, pero ya estaba mejor. Se incorporó y sentado en la cama me contó que había vuelto a ver a Natalia. Habían hecho las paces y volvían a ser novios. No era todo verdad lo que me contó la otra vez, era una buena amiga, había exagerado un poco. Tuvieron que irse de la ciudad porque murió aquel pariente del padre que iban a visitar tan a menudo y hubo que solucionar no sé qué problema con la herencia fuera de España, y aprovecharon para pasar una temporada con su familia extranjera. Ahora volvería todo a ser como antes. ─Mira, me regaló esta medalla ─y sacó del cajón de su mesilla una pequeña medalla vieja de oro, semejante a la mía, pero con figuras diferentes. En el anverso se adivinaba ─también estaba muy gastada─ un árbol y una serpiente enrollada en una rama; se trataba de un tilo, según le dijo ella, el árbol nacional del país de su padre; de la serpiente no dijo nada. En el reverso había un aspa, tal vez una equis, sobre un círculo, del que sobresalía, y en los cuatro cuadrantes del círculo cuatro signos que Natalia no sabía o no quiso decirle qué significaban. No llevaba ninguna inscripción sin embargo. Se trataba también de una medalla familiar, que Jose apreció mucho desde el primer momento y que debió contribuir no poco al restablecimiento de su amistad. Me dijo también que Natalia se había mostrado muy cariñosa con él, y puso al decirlo esa sonrisa suya característica que significaba: te gustaría saber lo que pasó, pero no te lo voy a contar.
Durante todo el fin de semana también intenté encontrarme con Elvira. Frecuenté la plaza, paseé por su calle… Al fin, el domingo por la tarde, ya de noche, pude verla. A pesar del frío intenso que hacía jugaba yo con un amigo en una fuente que había en una esquina de la plaza, a la puerta del colegio, a llenar globos de agua y lanzárnoslos después de anudados, como bombas que prometían pulmonías. Fue ella la que me encontró; se acerco a nosotros y se quedó parada a cierta distancia esperando a que la viera. Llevaba falda, un chaquetón de piel marrón, guantes de lana y bufanda; el pelo suelto, como siempre. En cuanto la vi mi compañero de juego adivinó que tenía que buscarse otra diversión. Me despedí de él y me acerqué a ella. Estaba cambiada; más delgada y pálida, los ojos hundidos y con menos brillo en la mirada, aunque seguía penetrándote con ella, los labios secos, como si estuviera convaleciente de alguna enfermedad. Me dijo: ─Ven, vamos a sentarnos ─. Y nos sentamos en el escalón de la puerta de entrada al colegio. La plaza estaba desierta. ─No pude venir la otra tarde; mi padre no me dejó ─. Le conté que había estado toda la tarde esperándola y que había recorrido su calle de arriba abajo. Una ligera sonrisa rozó sus labios y un fugaz destello pareció encender su mirada, pero enseguida se apagó. ─No debes hacer eso. ─¿Por qué no? ¿Seguimos siendo novios? ─. Se quedó un rato en silencio y luego dijo que no sabía si estaba bien que siguiéramos siendo novios. ─¿Por qué? ─pregunté yo. ─No lo sé; a lo mejor no está bien. ─Pero ¿por qué? ─.Yo dejé claro que quería que siguiera siendo mi novia y mi mejor amiga. Callamos un rato. Le conté que sabía por Jose el motivo de su salida al extranjero y le pregunté si volverían a marcharse. Me dijo que no, que se quedaban a vivir aquí. Respiré aliviado. También le hablé de la discusión y reconciliación posterior de Jose y su hermana, y de la medalla que ésta le había dado. ─Tienes que devolverme la que te di ─me dijo─. Mis padres me castigaron por habértela dado. Les dije que la había perdido, pero no me creyeron. Te haré otro regalo a cambio. ─Y a tu hermana, ¿no le han dicho nada? —Aún no saben que le ha dado la suya a Jose. Cuando se enteren también la castigarán. —No la tengo aquí, te la daré el próximo día que nos veamos —. Era mentira, la llevaba colgada al cuello debajo de la ropa, y no pensaba devolvérsela. ─¿Por qué te reíste de aquella pobre niña inválida? ─le pregunté de pronto, sin pensarlo; supongo que era una espina que llevaba adentro. ─No me reí de ella; quería que bailara conmigo; pero vosotros enseguida os pusisteis furiosos y lo estropeasteis. Mi padre me ha enseñado que la compasión por la gente enferma o desafortunada es la peor cosa que hay, que no les ayuda nada ─. No supe que responderle. ─¿No has vuelto a ir al colegio? ─Hace poco que hemos regresado del extranjero, supongo que comenzaré otra vez pronto. Ahora tengo que irme, no puedo quedarme más, he salido a un recado y me he escapado a ver si te veía ─. Le dije que se quedara un poco más, no quería separarme de ella. En un arrebato de atrevimiento le cogí una mano; ella me miró con dulzura, una dulzura triste. Sin que pudiera pensarlo todo mi interior supo lo que tenía que hacer a continuación, acerqué mis labios a los suyos y quise volver a sentir aquélla sensación arrebatadora del primer beso; pero esta vez sus labios, sin que me rechazaran, no estaban preparados para el amor, el que puede sentirse a esa edad, tan doloroso como el que más. Abrí los ojos y ella bajó el rostro, adiviné una lágrima en su mejilla. ─¡Adiós!, no puedo quedarme más ─. Se levantó y se fue decidida, sin volver la cabeza. Jose volvió a empeorar de su enfermedad. Le volvió la fiebre pero ahora más intensa. Sus padres le llevaron a Urgencias y le ingresaron en el hospital. Pasaba el día somnoliento y deliraba, y por las noches era presa de insomnio y gran agitación; cuando lograba dormir un rato tenía pesadillas y despertaba aterrado, dando gritos; tuvieron que administrarle somníferos. Los médicos diagnosticaron encefalitis; pero desconocían la causa y sólo podían darle un tratamiento paliativo. Se temía por su vida. Es lo que me contó su hermana cuando fui otra vez a buscarle a su casa. Me dijo también que cuando empeoró, la primera noche, antes de llevarle al hospital, estuvo un rato hablando dormido sin que se le entendiera nada de lo que decía, como si hablara una lengua extranjera, salvo un nombre que repitió varias veces, Natalia.
Los días que siguieron al último en que vi a Elvira fueron especialmente penosos para mí. Además de la enfermedad de mi amigo, mis padres se enteraron de mis reiteradas faltas tanto a clase como al gimnasio, y me pidieron explicaciones que yo sorteé como pude. Me castigaron sin salir; pero yo me las ingenié para de un modo u otro burlar el castigo y escaparme de mis obligaciones ocasionalmente; tenía que volver a ver a Elvira; no podía concentrarme en mis asuntos cotidianos; su recuerdo ese último día, la mirada empozada en una distancia insuperable para mí, la soledad que allí veía, no podía apartármelo de la cabeza; seguro que le pasaba algo; tan delgada, tan pálida… Una amiga suya me dijo dónde podía verla; a veces acompañaba los viernes por la tarde a su madre a un médico que iba a ver porque tenía mal la espalda. Me dijo la hora y la dirección del médico. Al día siguiente era viernes, y allí estaba yo apostado en la puerta de la clínica quince minutos antes de la hora. Pero no apareció ella con su madre, sino su hermana Natalia. Me sorprendió que también ella estaba muy cambiada. No la había vuelto a ver desde el verano y me costó reconocer a la misma chica presumida y coqueta que yo conocía. También tenía como su hermana el rostro demacrado y pálido y estaba más delgada; su aspecto general denotaba descuido de sí misma. Esperé casi una hora hasta que salieron y las seguí de vuelta a su casa. Le hice señas repetidas veces a Natalia desde una distancia prudente y conseguí que se percatara de mi presencia. Gesticulando exageradamente con los labios repetí una y otra vez el nombre de Elvira y le di a entender que quería verla; pero me hizo señas con la mano de que me marchara. Insistí, pero fue inútil. De modo que me escabullí entre la gente y desde mayor distancia, dando a entender que me había ido, las seguí hasta el portal donde vivían. Entré detrás de ellas sin que me vieran y subí igualmente las escaleras, hasta saber el piso y la puerta de su casa. Ahora sabía dónde vivía Elvira. Pero no me contenté con eso; después de que cerraran la puerta tras ellas, me acerqué sigilosamente y me quedé parado frente a la misma. Subí unos escalones más hacia el piso siguiente y me senté en la escalera, agazapado contra la pared, mientras pensaba qué hacer a continuación. Oí voces de pronto del otro lado de la puerta, fuertes, una discusión. Me acerqué un poco más. Se oía sobre todo la voz del padre, pero no entendía lo que decía; seguramente hablaba en su lengua materna. Creí oír también la voz de Elvira, más débil, con un tono suplicante. De pronto un ruido sordo, violento, como de un mueble cayendo; pasos a la carrera por un pasillo y sollozos, alguien llorando. Sentí cólera e impotencia. Seguramente ese padre tirano estaba regañando a alguna de sus hijas, puede que a mi querida amiga. Luego todo permaneció en silencio. Me atreví hasta la puerta y pegué el oído. Un murmullo, como un ventilador en marcha, un batir de alas. Luego silencio total. Decidí marcharme; era tarde y ya no tenía nada que hacer allí. Abajo, en la calle, miré hacia el tercer piso e identifiqué las ventanas que debían corresponder con la vivienda que había espiado. Estaban completamente oscuras, ni un resquicio de luz, ni siquiera se adivinaban cortinas o visillos detrás de los cristales, como si éstos estuvieran pintados de negro. De pronto, se abrió bruscamente una de las ventanas y desde la oscuridad, con vuelo majestuoso, salió un pájaro enorme, como un cuervo pero mayor, y se perdió en el cielo negro sobre el edificio de enfrente. La ventana quedó abierta unos instantes, pero nadie se asomó. Estuve a punto de gritar su nombre calladamente: Elvira, Elvira… Pero no lo hice. Y la ventana se cerró.
No volví a verla más. Al día siguiente dejaron el piso. Ninguna de sus amigas supo decirme nada sobre su marcha. Mi amigo Jose se recuperó sin secuela alguna. No recordaba nada de sus delirios. No se mostró muy afectado por la marcha de Natalia, pero sí le irritó la desaparición de su medalla; nadie en su casa sabía nada de ella; seguro que se la quitó su hermana y la vendió. Yo tampoco conservé la mía. Confié en ella para recuperar a mi amiga y la llevé puesta todos los días durante algún tiempo, hasta que se quedó un día olvidada en un cajón y después olvidada o extraviada no sé ya dónde.
Mucho tiempo después recibí un día una carta de ella. Tenía matasellos de Hungría, pero no traía dirección de remitente.
Querido primo:
Te sorprenderá esta carta. Tuvimos que marcharnos precipitadamente de Madrid; mi familia es imprevisible. Sé que en el fondo de tu olvido me habrás perdonado por ello, porque te conozco y tienes un alma limpia, incapaz de rencor. Yo también te perdono por no conservar mi medalla; puede que sea mejor así. La última vez que nos vimos —¿te acuerdas?— me encontrarías fea y descuidada; estaba pasando una mala racha; no me recuerdes así, pasamos muchos alegres momentos cerca uno de otro, esos son los que importan.
Espero que la vida te sonría, te lo mereces. Para mí, aunque viajo mucho y conozco muchos lugares y gente diferente, todo sigue igual, siempre igual.
Elvira
Y recordé en efecto muchos y dulces recuerdos a su lado. Especialmente, no sé por qué, el primer día que la vi, a ella y a su hermana, las dos con el mismo traje fucsia de falda y chaqueta que estrenaban ese domingo y que a ella le sentaba mejor.