ANTES
El sonido rasgado de la cremallera al abrirse era indicativo de su temperamento nervioso, no que tuviera prisa. Se trataba de una visita de carácter cortés, propia de un compañero de trabajo, pero Ernesto no venía con prisa. Se abrió la cazadora de tela, eso sí, con un gesto apremiante nada más llegar —como dando con ello por iniciada su visita—. Además de Irene se encontraba en la habitación, sentada en un sillón junto a ella, una señora mayor de mirada dulce y tranquila. Irene yacía sobre la cama con una pierna vendada inmovilizada por una férula que la mantenía ligeramente en alto y la mano y antebrazo del mismo lado escayolados. En la otra mano tenía puesta una vía y un suero, lo que limitaba en gran medida sus movimientos. Doble fractura abierta de tibia y peroné y fractura de escafoides, fue el diagnóstico; aparte de alguna que otra herida y contusión sin demasiada importancia, aunque molestas de sufrir.
Se encontraba bien. La habían operado de urgencia la tarde anterior y había pasado mala noche, pero ahora estaba mejor. Según le explicó a Ernesto, como a tantos otros antes y después de él, todo ocurrió por culpa de una abeja que se coló por la ventanilla abierta del coche. Bueno, y tal vez también por el hecho de ir hablando por el móvil, aunque eso no constaba en el atestado de la guardia civil. Por más que el aparato se encontró caído en algún rincón del malparado vehículo, lo cual levantó sospechas en la patrulla que informó del suceso, no pudieron confirmar nada. Era un día agradable de primavera que invitaba a viajar con la ventana abierta. Irene volvía de su trabajo como profesora de dibujo en el instituto del pueblo principal de la región a su residencia en un pueblo cercano más pequeño. Iba hablando por teléfono con su madre —la mujer que estaba allí sentada con ellos—, cuando se coló en el coche el insecto. La agitación angustiosa provocada por el mismo junto con el control precario del volante con una sola mano, hizo que se saliera de la carretera en una curva y bajara dando votes por un terraplén hasta acabar con el auto panza arriba en medio de un olivar.
Antes, se había parado en un puesto de temporada junto a la carretera donde se vendían productos de la región, a comprar miel. ¿Venganza o ironía? Se preguntaba ya en el hospital de la capital, una vez hecho el balance de daños y asumidos éstos con resignación. Fue entonces, mientras conducía, cuando la llamó su madre, sin motivo especial, para entretener un poco su monótona existencia, que incluía esa misma llamada cargada de anécdotas insignificantes y los pequeños reproches habituales por el olvido en que los tenía a ella y a su padre, cada vez más senil y cascarrabias. Claro que no fueron esas las palabras que Irene utilizó delante de su madre, pero sí fue ese el sentido que tenían. Su madre no hizo un solo intento de dar su versión al respecto; se limitó a mirar a Ernesto con sus ojillos vivaces, encastrados en un ojal excesivamente fruncido por los años, como si escrutara en su rostro su respuesta, sin resultar inquisidora.
El lunes en el instituto había transcurrido sin interés. Incluso el claustro de profesores por la tarde, animado por las excentricidades del profesor de filosofía, que esta vez había propuesto dar su hora de clase, ahora con el buen tiempo, bajo una encina detrás de las instalaciones del centro —sólo puede pensarse con entera libertad al aire libre, recalcó—, había resultado mayormente previsible. El asunto surgió en la conversación. A Ernesto el profesor de filosofía le parecía un falsario y un cara dura. Irene por el contrario sentía aprecio por él, tal vez algo más que aprecio; pero puesto que estaba casado nunca llegaría a saber cuánto aprecio.
La noche anterior Irene había soñado con el profesor de filosofía. No había dormido bien, le costó mucho conciliar el sueño y se despertó varias veces; le ocurría a menudo la noche de los domingos. Fue el último sueño de la noche y al despertarse por la mañana pudo rememorar un buen trozo del mismo, retroceder algunas escenas, ir descubriendo el sueño en retrospectiva, la única forma de acordarse de los sueños y que resulta tan fascinante de ellos. Tenían un hijo en común, ella y él, ya bastante crecido, pero no tanto como para acudir a clase al instituto, como así sucedía; ella temía que el niño, entre alumnos mayores, no aprendiera nada y le hostigaran burlándose de él. Pero en una escena anterior estaban en casa de Irene, de sus padres, donde ella nació, adonde volvía reiteradamente en sus sueños, y ella le daba el pecho a su hijo, que la miraba sonriente, con mirada de adulto, de lascivia tal vez. Y se lo contaba extrañada al padre del niño, que resultaba ser ahora su propio padre, el de Irene. Y antes habían celebrado el cumpleaños del niño en la misma casa, o eso parecía, porque la distribución de habitaciones no se correspondía bien con la de la casa de sus padres. Estaba su familia, también compañeros de trabajo, había mucho jaleo, y ellos, su padre, ella y el niño, apagaban las velas de la tarta de cumpleaños sentados en la cama y en pijama. Antes ya no recordaba nada.
Evidentemente no iba a hacer partícipe de ese sueño a Ernesto, que llegó precisamente a la habitación del hospital cuando Irene rumiaba su posible sentido. Los domingos son los días más extraños de la semana, los más retorcidos de alguna manera; tal vez por ello producen sueños igualmente inescrutables. Es más, aquélla tarde de domingo, contra todo pronóstico, Irene había ido al cine con una amiga. No le gustaba salir los domingos por la tarde. Vieron una película de suspense, con espías, pistoleros a sueldo y final amargo, amargo y desolador, justo lo que uno necesita un domingo para levantar el ánimo antes de irse a dormir. Fue su amiga la que se empeñó; Irene prefería ver una comedia; tampoco daba para más la cartelera de un cine rural. En la película una escena llamó poderosamente su atención, se le quedó grabada sin saber por qué: un actor secundario que hacía de matón es tiroteado en una playa junto a unas rocas; la cámara capta en un plano medio el momento en que aquél, tras retroceder unos pasos, cae sin vida sobre las rocas y a continuación un primer plano de un cangrejo que huye a esconderse en un recoveco de las mismas, supuestamente para no ser aplastado por el cuerpo al desplomarse. La espantada del cangrejo, corriendo lateralmente y hacia atrás asustado, recibía todo el dramatismo de la escena.
Quiso saber si Ernesto había visto la película; le hubiera complacido contrastar con él el posible simbolismo del extraño animal. No le tenía por una persona especialmente lúcida, pero estaba allí en ese momento y de algo tenían que hablar. De todas formas no había visto la película. Si ella se la recomendaba iría a verla. —Súbeme un poco la cabecera, por favor; ahí abajo a este lado, con esa manivela debajo de la mesa… Gracias. —Por la ventana abierta, situada a pie de calle con vistas a una zona tranquila ajardinada, les llegaba a ráfagas una brisa primaveral impregnada del aroma perfumado de los castaños en flor. Estaba siendo una primavera calurosa. Como muestra de ello, el jardín de su casa ya se engalanaba con abundantes flores. Había dedicado parte de la mañana del domingo a su cuidado y disfrutado de su sensualidad naciente. Eliminó las primeras malas hierbas que daban muestra de la pujanza de la tierra, añadió fertilizante a árboles y arbustos, recortó el seto de boj y plantó petunias y bulbos de gladiolos. Había cortado un ramo de lilas y las había puesto en un vaso alto de cristal labrado en la mesa del comedor, y sobre un aparador en un pequeño búcaro azul puso tres rosas rojas tempranas. La floración de los cerezos iluminaba parte del jardín. Tulipanes y narcisos habían florecido también; en cambio la mata de forsitia ya había verdecido y perdido su esplendor amarillo. Antes, a primera hora de la mañana, había salido de paseo por las inmediaciones de su casa, que se encontraba en un extremo del pequeño pueblo, colindante ya con el monte. Tomó un camino que atravesaba un bosque de castaños cuya fronda había empezado a formarse, pero aún estaba lejos de estar tupida. El canto de los pájaros rompía ese día sin interrupción el silencio que otras veces, en momentos del año que quedaron atrás, la embargaba al pasear por aquella senda que conducía, encajada entre dos muros de piedra en seco, a las fincas particulares de los lugareños. Recordó el reencuentro por primera vez este año con las oropéndolas, su revoloteo amarillo entre las ramas, su silbido aflautado, insistente y poco melodioso. —¿Sabes a quién vi el sábado por la tarde? —inquirió de pronto Ernesto, devolviéndola fugazmente a su condición actual de enferma hospitalizada, para lanzarla de inmediato nuevamente aguas arriba, unos días atrás. —A Mercedes.
En realidad la hizo retroceder mucho más atrás, años atrás. Mercedes fue compañera de ambos en el instituto, pero debió abandonar la enseñanza por el agravamiento de una enfermedad mental que arrastraba desde hacía tiempo. Se sabía entre los compañeros que sufría algún tipo de trastorno que la obligaba a tomarse una baja laboral de cuando en cuando y que estaba medicada, si bien ella siempre fue muy reservada al respecto. Una crisis aguda acabó definitivamente con su carrera profesional, o eso se pensaba. Se fue del pueblo y no se había vuelto a saber de ella. —¿Qué Mercedes? ¿Mercedes del Álamo, nuestra compañera? —Exacto. —¿Y qué tal estaba? —Bien. Aparentemente. Se había ido a vivir a Madrid, con sus padres. Tampoco estuvo muy comunicativa. Había venido al pueblo a visitar a alguien, no me dijo a quién. Tenía buen aspecto; pero la noté algo incómoda. Nos despedimos enseguida. ¿Tú tuviste una relación más cercana con ella, no? —Bueno… puede que me hablara de sus cosas más que a otros, pero no creas… ¡Qué lástima! Era muy guapa, ¿no te parece? —Sí que lo era; y lo continúa siendo. —Aunque no sabía dónde vivía, la mente de Irene acompañó a Mercedes a Madrid, donde la imaginó a un tiempo más libre y vulnerable; y recordó el luctuoso acontecimiento que la obligó a ir a la capital esa misma tarde del sábado. Había fallecido el padre de su anterior pareja. Hacía poco más de un año que Irene vivía sola. En realidad fue ella, Lucía, quien la animó a irse a vivir al pueblo. Se conocieron en Madrid. Lucía trabajaba el cuero artesanalmente y tenía un puesto en el Rastro, pero había vivido gran parte de su vida en una ciudad pequeña y nunca llegó a adaptarse a la gran urbe. De modo que cuando Irene aprobó las oposiciones y pudo elegir destino Lucía la animó a irse juntas a vivir al pueblo. De esto hacía ya bastantes años. Aún no podía explicarse con certeza qué fue lo que causó la ruptura; seguramente el cansancio; lo cierto es que no hubo reproches por ninguna parte. Cuando la vio ese sábado en el tanatorio sintió una aguda tristeza. Lucía tenía una nueva pareja que la acompañaba en ese momento y le presentó a Irene. Era más joven que ellas y muy guapa, pero Irene no sintió celos. Aunque trató de mostrarse algo animada vio en el rostro de su antigua novia un descontento antiguo, una fatiga que le resultaba familiar, ahora más pronunciada. No se debía a la muerte de su padre, eso estaba claro. En cualquier caso ambas se abrazaron con un sentimiento sincero.
Ernesto se había atrevido a cruzar algunas palabras con la madre de Irene, pura formalidad. Le resultaba incómoda su mirada continuamente encima de él. Cada vez que la miraba fortuitamente se encontraba con sus ojos clavados en los suyos, y aunque era una mirada limpia y sosegada le producía una lógica inquietud. Así que para romper el hechizo decidió hacer algún comentario, lo habitual en estos casos, que si un buen susto, que afortunadamente nada irreparable, que había algunas curvas muy malas en esa carretera… El sonido estridente de una melodía conocida sonó de pronto proveniente del bolsillo del pantalón de Ernesto. Sacó su teléfono móvil y pidiendo disculpas abrió la puerta y salió al pasillo a atender la llamada.
Irene sintió sed y torció la cabeza para ver la botella de agua que había a su izquierda sobre la mesa, pero le quedaba sólo un dedo. Le pidió a su madre que la rellenara con agua del grifo. La madre obedeció y le trajo la botella llena. Después de darle un buen trago, Irene la dejó donde estaba, junto a un fino libro de relatos que había estado leyendo recientemente y que llevaba en su bolso en el momento del accidente. Recordó el último que había leído la mañana del sábado, tumbada en una hamaca en el jardín de casa, entreverando la lectura con vagas ensoñaciones mientras seguía el majestuoso movimiento de las nubes que cerraban el cielo. La historia estaba basada en un hecho real; transcurría a principios del siglo pasado en el norte de España. Un hacendado empresario de una antigua familia burguesa falleció inesperadamente a la edad de sesenta y dos años. Dos hijos varones heredaron la hacienda. La casa paterna, una mansión antigua de muy buena fábrica en un predio rural, donde se habían criado los hermanos, le quedó en herencia al menor de ellos, soltero y empresario también exitoso, como el padre, lo cual irritó sobremanera al mayor, ingeniero, casado y con un hijo, que la anhelaba especialmente. La relación entre los hermanos hacía tiempo que se había deteriorado. Nunca había sido muy buena, pues el mayor, poco hábil en los negocios, siempre había sentido celos de su hermano, el favorito del padre, quien le hizo un hueco desde joven en sus empresas y enseguida le fue confiando mayores responsabilidades, con vistas a que le sucediera en el puesto cuando a él le faltaran fuerzas. Además, según decían en la región, un antiguo asunto de faldas provocó una fuerte discusión entre ellos que con el tiempo se enquistó y motivó un distanciamiento insuperable de los hermanos. El caso es que al poco tiempo de conocerse el testamento del padre, la mansión familiar, afortunadamente deshabitada aún, sufrió un incendio devastador. Las sospechas recayeron en el hermano mayor, pero nada se pudo demostrar. Pocos días después del suceso ocurrió sin embargo algo sorprendente. Apareció en escena una persona, viejo amigo del padre, conocido sólo superficialmente por los hijos, que dijo poseer un testamento más reciente, de puño y letra del padre, que anulaba el anterior y en el que figuraba él como albacea. Acababa de regresar de un largo y lejano viaje y no había tenido noticia hasta entonces del fallecimiento de su viejo amigo. Entre otras modificaciones de alguna importancia, en dicho testamento la mansión, ahora arruinada, y la heredad en que se hallaba, le correspondían al hijo mayor. El asunto suscitó un sin fin de controversias, judiciales, morales y hasta filosóficas. Más aún cuando se llegó a difundir lo que para muchos, que conocían la rectitud moral del padre, sólo podían ser habladurías de gente malintencionada enemiga de aquél, envidiosa de su éxito. El caso es que se corrió la voz de que el padre había cambiado el testamento poco antes de morir, favoreciendo con ello al hijo mayor, debido a las atenciones que le venía procurando desde hacía algún tiempo su nuera. El fallecimiento repentino del padre le habría impedido revocar el primer testamento, como era su intención, según su nuevo albacea.
Todo esto lo recordó Irene sin mucha dificultad, sin embargo, por más que lo intentó, no pudo recordar cómo finalizaba la narración. Se encontraba muy fatigada y cerró los ojos un instante para descansar. Enseguida se quedó dormida. Cuando entró Ernesto, después de atender la llamada telefónica, encontró a Irene con los ojos cerrados y vio que la madre, como siempre puesta su mirada en él, se llevaba el índice de la mano derecha a los labios solicitando su silencio. Ernesto comprendió; se despidió de la madre dándole la mano y se subió la cremallera de la cazadora con un breve sonido rasgado que puso fin a su visita. Abrió la puerta y salió de la habitación.