Como las pinceladas de una obra expresionista, muchos de los asertos de estas meditaciones, surgidos espontáneamente a lo largo del curso de los años, se contradicen entre sí, intercambian perspectivas que los hacen aparentemente contradictorios, y puede que lo sean, pues el cambio se esconde en los pliegues del tiempo. Y de lo que tratan estas breves reflexiones es de seguir el curso temporal de una conciencia repentínamente empozada aquí y allá en asuntos que la ensimismaban.

 

Es incómodo hacer precisiones acerca de mi poesía que no tengan en consideración su evolución, su comportamiento como un flujo de propuestas que sólo el futuro puede contrastar, donde el propio lenguaje, dentro y fuera del poema, va creándose a sí mismo, y los hallazgos que resultan a lo largo de esa evolución sólo se revelan en el decurso del tiempo, tal vez como decurso del tiempo para mí, tal vez eso sea el tiempo para mí, tal vez eso sea el tiempo.»

No hay proporcionalidad de causas y efectos. Hay personas, conocidas nuestras, que por el mero hecho de verlas nos revuelven la bilis, y cuando queremos ahondar en los motivos, éstos se nos deshacen en las manos inconsistentes. Podríamos ignorar a estas personas fácilmente, con solo valorar con más perspectiva su escasa influencia real en nuestra vida, pero no lo hacemos, y nos preocupamos aparentemente por su causa. El caso es que ante la presencia de tales personas, se revitalizan en nuestro interior antiguos litigios y entramos en una dinámica ajena a la persona que la desencadena. Qué espectáculo entonces más triste para ésta, y qué ventaja sobre nosotros llevaría, si conociera nuestras cavilaciones autófagas, exentas en realidad de su protagonismo, aunque aparentemente ella sea la causa de las mismas. Pasa lo mismo que con el amor proustiano y su cortejo de celos (nos involucran más allá de la persona amada).

 

 

El abismo en la percepción. Rimbaud:

 

Ormeaux sans voix, gazon sans fleurs, ciel couvert.

 

Il ságit dárriver à línconnu par le dérèlement de tous les sens.

 

Je dis quíl faut être voyant, se faire voyant.

Le Poète se fait voyant par un long, inmense et raisonné dérèlement de tous les sens.

 

…la Visión. Esta, en una palabra, es la percepción, evidentemente oblicua, paradójica, fugaz, del en-sí desenmascarado de las cosas. Y este en-sí, en su inmediatez estupefaciente, es más una fuerza que una figura, más un rapto que un espectáculo, más un impulso que un estado (Rimbaud por sí mismo. Yves Bonnefoy).

 

 

La literatura es el rastro que deja el escritor en su camino hacia la disolución. No se puede hacer literatura: “Caminante, no hay camino…”. Las obras “literarias” nos conducen por caminos trillados, en cuanto que recurren a procedimientos de antemano literarios. Literatura y creatividad, dos términos antagónicos. Y sin embargo hay que exigir que las obras tengan una intención lingüística, finalmente literaria.

La poesía es el lugar de manifestación del lenguaje. La mejor poesía es aquella donde el autor no aparece en momento alguno, en cuanto es entrevisto la obra se resiente. Si habláramos de la poesía legítimamente como expresión, estaríamos refiriéndonos a cierta actitud o interés del autor en relación con su obra (en lo que puede irle por otra parte incluso la vida), no a la presencia del autor expresándose a través de la obra. Por mi parte prefiero que el lenguaje se manifieste en un lugar incierto.

El artista parte de la realidad, pero no para copiarla, transmitirla tal cual la ve (*), sino para recrearla, crearla ex novo. La realidad que importa para el artista es la que es capaz de crear. Es el esperpento de Valle Inclán, hay que aplicar un espejo deformante a la realidad. Reverdy hablaba de competir con ella; no estoy seguro de que sea lo mismo. La clave está en dar con el espejo deformante adecuado: sea la emoción, el ascetismo, la especulación y la deconstrucción… Esto es más importante todavía cuando lo observado está más impregnado de convencionalismos, por ejemplo, algo tradicionalmente bello como la rosa o una puesta de sol.

 

(*) Habría que dilucidar hasta qué punto el artista ve no solo con la vista sino también con la herramienta que le permite expresarse, con el lenguaje en el caso del poeta, es decir, qué relación existe entre el ojo que mira y la palabra de poeta. Porque si el artista es capaz de ver más que los demás, o de otro modo, no necesita en la misma medida deformar, trabajar sobre lo visto, para crear más realidad; es más, corre entonces el riesgo, si corrige demasiado, de resultar incomprensible, de construir una realidad demasiado mental.

 

¿Es una cuestión de matiz o un problema de concepción global? Un exceso de matices puede esconder un error fundamental, significar acaso cobardía.

¿Mienten mucho los poetas? La palabra en el verso debe atenerse al ritmo, pero el ritmo no tiene por qué forzar la legitimidad de la palabra, el logos, si se trata de un ritmo también legítimo (el del habla, el de la respiración, el del mar, el aparentemente caótico de la ciudad…). Más aún, esos ritmos, cuando están perfectamente interiorizados, sirven de ayuda para decir lo que está dentro ignorado, para conseguir la elocución, para extraer del magma de nuestro ser verdad hecha palabra. Ello permite hablar de una cierta reflexión –tal vez no es éste el término adecuado- desde dentro de la poesía, de una epistemología poética. Habría también que revisar otras “servidumbres” de la palabra en el verso además del ritmo, como la capacidad metafórica (tomando como metáfora todas las figuras poéticas y la imagen poética en general). Y encarar entonces el logos poético: en esas condiciones favorables de ritmo e imagen el logos poético, sea lo que fuere distinto del logos racional (hay que preguntarse por ese logos poético), saldría reforzado para decir verdad.

 

Cobra aquí mayor sentido el apotegma de Keats “belleza es verdad”.

 

En mis libros predomina la ordenación cronológica de los poemas; la poesía es una manifestación, imposible saber de qué, pero algo se manifiesta; si supiéramos qué, lo nombraríamos, pero es innombrable. Lo que sí puede hacerse es tentativas, propuestas sobre lo manifestado que permiten decir algo del poema: se manifiesta la realidad, el amor, la muerte… En cualquier caso es algo ajeno a nosotros mismos, aunque se halle en nosotros, algo que no morirá con nosotros. De ese modo, el momento de manifestación es especial, como un alumbramiento, y la idea tradicional de inspiración, como la clásica de la musa, cobran sentido. La obra no pertenece completamente a su autor, ni es sólo un bien social; hay algo más, un residuo fundamental, como el azar en las ecuaciones estadísticas. De ahí también la dificultad de retocar el poema pasado el tiempo, el momento de manifestación.

 

El acto de creación de un poema no es por tanto un acto de voluntad, el poema no se prevé, no se planifica, ni se diseña, ni obedece en ninguno de sus estadios a la lógica de la razón. Uno no dice: voy a escribir un poema; hoy tengo que escribir un poema; no me queda más remedio que escribir para mañana ese poema. Uno se siente impregnado, impulsado a escribir algo, que no sabe si resultará un poema. Éste nace de la escucha y a lo más exige un esfuerzo de atención, de concentración en la escucha, de expresión incluso (exprimir) de la memoria asociativa; y nunca demasiado como para impedir esa escucha, la audición de la palabra o la idea traída por el momento de manifestación, celebración. Por tanto, la ordenación de los poemas en el libro difícilmente puede hacerse por criterios de planificación o de lógica compositiva, si no es que los poemas que así se ordenan obedecen todos a un mismo numen, o a númenes contrarios, complementarios, ordenados en fin ellos mismos de algún modo. Si no es así, como es mi caso, que escribo por lo general de un modo azaroso, aunque con cierta regularidad, fruto sin duda de mi vida rutinaria, la ordenación más evidente de los poemas es la cronológica de su nacimiento, en sí misma sorpresiva, como suele el devenir de un poema ordenar sus palabras, sus ideas, su ritmo, de acuerdo a como nacen ordenados en el momento de la creación. 

 

La poesía es un estado mental; supone un tono mental y unas claves (imágenes, ideas…).

Tal vez no es tanto la idea de un pasado trampa que acecha la realidad y la traspasa vívidamente en ciertos momentos, que impide despegar y recrear ex novo la realidad, como la idea del yo como trampa, el yo de Wordsworth, del que no podemos salir para ser otro (yo es otro) y ver con nuevos ojos, con ojos sin estrenar, el mundo.

La seducción de lo inmediato

 

 

Vivimos en un mundo banal; también quienes escribimos poesía. Si uno no pretende refugiarse en las esencias eternas del lenguaje, por mor de conservar los eternos sentimientos del hombre, no tiene más remedio que hacer frente de algún modo a esa corriente de banalidad. Yo no conozco modo alguno de hacer esto, para un poeta, que a través de su escritura.

 

Lo banal frente a lo esencial. La superficie que refleja frente al misterio de lo profundo. El sintagma frente al paradigma. La retórica frente a la ontología. El paisaje frente a la naturaleza. El primer miembro como afloramiento provocativo del segundo:

La luna el primer televisor. Masterpieces are killer.

 

¿Corremos riesgos? ¿Quién quiere vivir sin correr riesgos? ¿Cómo no ha de correr riesgos la poesía? …es sind / noch Lieder zu singen jenseits / der Menschen (Celan).

 

No estamos preparados para percibir el cambio. Nuestro conocimiento del mundo se basa en apreciaciones estáticas y extrapolaciones, deducciones del movimiento y el cambio. El principio aristotélico de la no contradicción, basamento de su filosofía primera, se aplica al ser en un momento determinado, no al ser en movimiento, al ser heracliteano. En el poema Las fresas y la nata del melocotonero recojo esta idea: debiera la conciencia (porque es verdad, no pintura) también seguir el curso de las cosas, permanente como ellas en el cambio, cambiar sin sobresalto. La imposibilidad está tal vez en permanecer en el cambio, si la conciencia cambia de verdad de un momento a otro, se derrumba nuestro edificio lógico. La ignorancia es la puerta del cambio, y para nosotros también la puerta del miedo.

 

Tal vez la conciencia onírica registre mejor el cambio de las cosas; ellas son de otro modo en los sueños, no tienen una identidad fiel a sí misma, cambian cuando menos lo esperamos, y no nos sorprendemos de ello sino cuando rememoramos al despertarnos. Nada es constante en el sueño…, ¡ni en la vigilia!

 

Vemos así que nuestra pobre conciencia es como un viento errabundo que no puede calmarse; se adelanta a menudo a los acontecimientos con sus deducciones y extrapolaciones; simula a su manera el movimiento, pero es incapaz de cambiar, seguir siendo conciencia en el cambio, el cambio la destruye, y se resiste (¡ah, la resistencia al cambio…!), nos previene siempre ante los acontecimientos.

 

No todos somos iguales en esto sin embargo. Decimos de alguno que es un inconsciente, un insensato, y ocurre que tal vez su conciencia sea menos previsora, esté más adaptada al fluir permanente del río del Oscuro, nade mejor en él que nosotros cada baño irrepetible.

 

El caso es que cambiamos sin tener plena conciencia de ello. Es la deriva indeseable. Un día nos encontramos de pronto en mitad del aluvión, formando parte del derrubio, no de la corriente. O simplemente nos encontramos donde nunca pensamos que llegaríamos a estar, normalmente en peores circunstancias. ¿Y todo para esto?, venimos a decir. Porque un día nos empeñamos en ser muy conscientes de lo que sucedía y ganarnos el futuro –que ya sabemos que no existe.

 

A través de la realidad. He aquí a lo que llamamos destino: estar enfrente / y nada más, siempre enfrente (Rilke. Elegía VIII). Toda la elegía VIII es un canto a nuestro infeliz estar (no ser) en el mundo (nuestra cárcel) mirando siempre a la muerte, en oposición al animal o al niño que fuimos; ni siquiera el amor puede excarcelarnos. Al margen de este drama ontológico, ¿qué supone atravesar la realidad? ¿pasar through the looking glass? De alguna manera parece que lo maravilloso está en relación con la inmersión en la realidad, como hacíamos de niños, y lo irreal está dentro de lo real, que nosotros esclerosamos al situarnos enfrentados, fuera de ello, como frente a algo problemático que queremos controlar.

 

No tanto o no sólo la escritura automática. Lo esencial en la imagen sobrerreal es la perspectiva nueva, contra natura, que abre en la mente nuevos horizontes de libertad, nuevas posibilidades de ser otro al fin. Y esa imagen ocupa un breve instante, un fulgor, difícilmente puede su efecto mantenerse con imágenes sucesivas. Bien es cierto que la escritura automática puede ser un buen sustrato para la irrupción de aquéllas, pero lo característico de ésta es la atmósfera sobrerreal, semejante a la de los sueños, cuyas extrañas imágenes son también a veces poderosos detonadores de la otredad.

De pronto, los contextos se vuelven problemáticos. Aparecen las cosas, nítidas, pero desconocemos su contexto, el que da coherencia a su significado. En qué condiciones se anticipan las primeras naranjas del año; qué me quiere decir ese documental de la 2 casi vetusto que reclama insistentemente mi atención. Uno no sabe qué hacer con esas piezas que seguro deben integrarse en un contexto. Pero cuál. Nuestra conciencia es ese contexto, la convención que se afirma a cada paso. De modo que es preciso escribir a contracorriente, renovar la convención a medida que se instaura. Es preciso suspender la conciencia y permitir que fluyan las cosas, en la medida que no son conciencia; lo que supone afirmar un afuera, un mundo exterior, pero también un mundo interior en la sombra que aflora en la conciencia tal vez de un modo más complejo (en forma de súbito recuerdo, intuición o mero sueño), pero igualmente desapegado de aquélla. 

 

Hay momentos no obstante en que el contexto se vuelve superfluo; se intuye una unidad que conmueve el ser más íntimo; la conciencia no sucumbe ni se abstrae, sino que recibe pasivamente esa impresión de unidad. La visión de la luna de pronto durante un paseo por el parque, un anochecer de comienzos de otoño, surcada aquí y allá por hilachas, fragmentos de nube, despeja toda consideración; como si se abriera de súbito una glorieta del pensamiento y en ella éste recobrara, en un dulce impacto, una dimensión distinta donde no caben las conjeturas, impregnada de una sensación espacial de desahogo en donde apunta el vértigo: una comunión con el paisaje que anonada. El fracaso de este sentimiento romántico por trascender el yo hace que retorne el contexto.

 

Un día te enteras de que tu pareja quiere a otra persona, o recibes el diagnóstico de una enfermedad mortal o severamente limitante. El contexto, tu conciencia, se derrumba dramáticamente. No somos conscientes (¡cómo podríamos serlo, y soportarlo!) de que vivimos, transitamos al borde del abismo; que la seguridad que creemos haber conseguido, nuestra noción ponderada de la vida, se sustenta en cimientos de paja, en un contexto labrado en la rutina, la convención. Tal vez halla quien opte por la vía de ascesis o por una vida de aventurero para conjurar esta amenaza. La mayoría de nosotros en cambio no llegamos a tanto. Podemos, eso sí, desacostumbrar la conciencia dentro de unos límites, revolver el contexto de las cosas, las ideas; desnaturalizar la convención. En una sociedad del bienestar, que da la espalda a la dimensión trágica, más bien absurda a estas alturas, de la vida, quizás sea imprescindible esta actitud de cuestionamiento constante del orden.

 

Escribir a contracorriente; no se me ocurre mejor forma de expresar mi actitud ante la escritura; no puede resultar sino una escritura despeinada, tensa, en ocasiones desgarbada. La lucha es nuestro elemento.

Mal de conciencia. Excesiva conciencia del límite. Demasiada conciencia de la tarea imposible entre manos. Tal vez no haya verdadero remedio para este mal. Afortunados los que están en camino sin demasiada conciencia de ello; o al menos no son retenidos por esa conciencia, sino que sienten la necesidad de ir más allá sin reflexionar mucho sobre ello. Eso no les ahorrará otros pesares sin embargo; puede que incluso sean más vulnerables frente a la conciencia de la derrota, inexorable para todos.

Estancias del ser: la conciencia y la sombra de la conciencia; el yo como correlato psíquico de nuestra individualidad biológica; el alma, que es la dimensión más profunda del ser, la más intangible, la más improbable para nuestra mentalidad racional.

 

La conciencia y el alma se extienden más allá del yo. Cada una a su modo denuncia la ficción de éste. El yo por su parte las constriñe a su límite intrínseco, las esclaviza con sus necesidades. El yo podría contemplarse, a los ojos de ambas, como una forma imperfecta de manifestación y evolución de la vida universal, ámbito éste más propicio para conciencia y alma.

 

La conciencia es el mayor misterio para sí misma. La forma más elevada de conciencia es la meditación de sí misma.

 

La muerte, negación de la conciencia, es igualmente inconcebible para ésta. El suicidio, como acto supremo de afirmación del yo, sólo puede ser obra de éste; la conciencia nunca daría el visto bueno. Mallarmé es todavía un poeta del yo, totalizador, suicida.

 

Lo más desconcertante de la poesía es su nacimiento: una y otra vez surge de un impulso, de una arrebatadora necesidad de escribir que no es, no puede ser sino la apremiante inminencia de un fracaso. Si el poema dijera la verdad que le empuja, callaría por siempre sumido en la apatía más firme.

De alguna manera, nuestra posición en relación con lo que denominamos naturaleza es la de algo desprendido de ella; la conciencia humana, el fenómeno más inexplicable para el hombre, no es sino una evidencia de ello, la conciencia de un desprendimiento, un alumbramiento ella misma.

 

En sueños, nuestra conciencia vuelve a ser retada por lo que nos resulta incomprensible; la médula de los sueños es lo acontecido, que sea cual sea su origen jamás podrá ser explicado satisfactoriamente por la conciencia, pues su razón de ser está siempre más allá de ésta, donde beben el deseo y la poesía: ni siquiera ellos sacian jamás su sed.

 

El inconmensurable poder de la naturaleza que observamos en los desastres que ella suscita de cuando en cuando, existe en cada uno de nosotros dando forma a lo desconocido.

Llegamos tarde. Es evidente que las trasformaciones sociales del último siglo, por acotar un periodo, han ido por delante de nuestras previsiones –las vanguardias fueron el intento más osado de anticipación. Actualmente es tal la aparente anarquía de estímulos, convenciones sociales y medios de comunicación, que parece imposible poder asimilar todo ello en un discurso que no resulte caótico a su vez; le va en ello a la poesía su supervivencia.

 

Pero en medio de tanta confusión, persiste inalterable ante nosotros (amenazado por un cambio climático) el ciclo natural. ¿Llegamos tarde también a comprenderlo?

 

La ansiedad del pasado parece hallarse más ligada al ciclo de las estaciones. No es seguro que sea lo mismo que la postergación que nos impone la sociedad como poetas. En el primer caso la creación que nos legitima no puede ser sino una re-creación, dentro del ciclo natural de vida y muerte; el obstáculo sería la dificultad de re-encarnarse, en tanto que poetas, como las plantas, rompiendo las poderosas cadenas de un pasado más ilustre, una mítica edad de oro. Mas la ansiedad social del poeta actual presenta aparentemente otros rasgos; la legitimación aquí vendría dada por una incorporación al comercio de ideas, una revalorización de la función social de la poesía. El cambio que se impone en este terreno, ¿puede coincidir con el que se requiere para recuperar el sentido de lo natural? ¿O se está produciendo un distanciamiento cada vez más radical entre el hombre y la naturaleza, imposible de abarcar en un solo texto?

 

No se trata ya de la alabanza de aldea y menosprecio de corte; no hablamos de modos de vida alternativos –aunque éste pueda ser el origen de lo que ahora ponemos en juego. Se trata más bien de que un poema concreto pueda legitimar a un tiempo nuestro lugar en la naturaleza cada vez más degradada y en el medio social ultra-tecnológico. De si en definitiva el lenguaje puede dar cuenta a un tiempo de ambos medios; de si aún no hemos perdido la posibilidad de vivir en la naturaleza.

 

La conciencia no es sino conciencia del límite. Frente a la naturaleza la conciencia cede a lo ilimitado, a lo que es más que ella y la contiene, vuelve a su seno. De donde resurge con fuerza para volver a mirar, aprehender, aprehenderse: la conciencia lo es de la naturaleza, como lo es de cada uno de nosotros; en la naturaleza se disuelven las individualidades, ella actúa como nexo entre los hombres. La conciencia en cada persona, y en otro grado que desconocemos también en cada animal, es una lumbre que ilumina la oscuridad, como un espejo cambiante que la naturaleza se tiende para observarse sin fin.


Esta conciencia como darse cuenta comprende la conciencia analítica que manipula el mundo y lo pone en peligro.


De manera que la evolución de la conciencia marca la evolución natural de manera definitiva. Si la conciencia se cierra el camino que la devuelve a lo ilimitado del mundo para renacer vigorosa, el hombre habrá dejado de ser un dios y la lumbre de su conciencia será fuego arrasador para la tierra.


Desde el romanticismo podemos decir que somos dioses agonizantes, que nuestra poesía agoniza (Bloom recalca esa característica agónica). Sin el concurso de lo ilimitado, lo incierto, el misterio (incluso ahora existentes en nuestro discurso paródico, banal o absurdo, como punto de fuga a la desesperanza o el horror, o como ausencia en una dialéctica negativa), la poesía y el arte terminan.  

 

De la conciencia al alma, dulciamarga derrota, plenitud del no saber. Del alma a la conciencia, tensión de la forma, alumbramiento.

Memoria y sentido

 

“But for those obstinate questionings 

Of sense and outward things” //

 “We will grieve not, rather find 

Strength in what remains behind”

Intimations of immortality. Wordsworth.

 

Nos relacionamos con nuestro entorno a través de los sentidos, la memoria y el alma. Salimos al exterior y lo interiorizamos a un tiempo; ora predomina uno u otro de estos dos movimientos. Los sentidos actualizan el mundo, la memoria actualiza el pasado; el alma es el murmullo intemporal del mundo que nos atraviesa. La conciencia asiste a este espectáculo cambiante, a veces aburrido, a veces dramático, con la tarea en sí misma incomprensible de encontrarle sentido.

 

El sinsentido, esa hendidura en lo macizo del ser prometedora de tantos hallazgos.

Romper los moldes de la conciencia. Más allá de ella retorna el comienzo.

Sólo hay conciencia de la memoria, lo verdaderamente nuevo trasciende la conciencia, y así, el más extremo materialismo toca el idealismo más conservador: las ideas están detrás de todas las cosas, solo que no son imperecederas e inmutables, sino heracliteanas.

Toda forma es impostura.

Entablamentos

 

Campos de Castilla interminable, soporíferamente luminosos.

Otro latido lento, una pausa, la repetición. Otro tempo. Como ejercicios de meditación, vaciándose, parándose.

La monotonía un ejercicio, un alimento.

La imagen obstinada de vídeo refleja bien la idea: La Región Central, Viola.

El mar es monótono pero no aturde igual. ¿Por qué no es aburrido el mar?

La idea contraria al haiku: distensión de lo insignificante a fuerza de distender.

El mantra repetido una y cien veces, lo que importa es el estado mental que se desea alcanzar.

Monotonía, monocromía, aburrimiento. El instante se espesa.

Monotonía de la alta montaña donde sólo el avión roquero se detiene en el viento. Y alrededor cumbres y rocas, sin solemnidad. Monotonía del desierto a donde se retiró el salvador para fortalecer su espíritu, sabiendo que iba a ser tentado por su demonio.

Sin esa cesación de las expectativas no es posible que afloren contenidos más profundos de la mente, como es notorio para el practicante de cualquier disciplina de control de aquélla. 

Pasa igual de algún modo con la rutina, permite escuchar la mente.

¿Qué tiene esto que ver con la creación de una obra monótona, con el fin en sí mismo de la monotonía? Si obligas a tus más queridas ideas a nacer a un día laborable cualquiera con todas las oficinas de la administración abiertas esperando tus trámites de autenticación para ellas yo diría que no haces lo mismo que Juan de la Cruz en sus ejercicios espirituales. ¿O son esos acaso nuestros únicos ejercicios espirituales posibles?

 

Lugares comunes. Desde una perspectiva de deconstrucción/desenmascaramiento del hecho poético, la poesía es un lugar común y la imaginación creadora una impostura. La conciencia, la poesía hecha consciente, resulta convencional. ¿En qué consiste pues, a qué categoría adscribir el texto que articula (desde dentro del poema) la deconstrucción? ¿Es una parodia, el negativo del poema (término no marcado, anti-poema), el grado cero de la escritura, el proto-poema como tropo metaléptico?  ¿Y cómo se articula, a dónde lleva?

 

Es fundamental el lugar desde donde se desdice el texto: desde dentro del poema. Que significa en principio que el texto resultante es un hecho poético (melopoeia, fanopoeia, logopoeia), si bien su naturaleza como texto, su categoría, es incierta. Meditar desde dentro de la poesía, sólo puede ser meditar sobre el hecho poético (en sí mismo, hecho poético este meditar, repito), pues meditar sobre cualquier otro asunto compete a otras disciplinas del conocimiento (la poesía también es una disciplina del conocimiento).

 

El acercamiento a la poesía desde fuera de ésta (el texto resultante no es un hecho poético) es un acercamiento limitado, pues se produce un conflicto de intereses, de textos: la claridad de ideas de la interpretación frente al acto de presencia, de realidad, de manifestación del poema; siempre quedará un último residuo inexplicable, una articulación textual inabordable para otra articulación textual de distinta categoría. Miguel Casado lo pone así: sólo el pensamiento poético (indistinto de una sintaxis) admite la contradicción.

 

Sin embargo el poema no trata de comprender lo que ocurre; el poema ocurre. Pero el poema sí puede hacer de su ocurrencia un interrogante, una manifestación negativa, un suicidio.

 

¿Pero cuál es el poema que se desenmascara, que se rechaza? Tiene que ser, no puede ser de otro modo, sino uno que amenaza al poeta, que trabaja a la defensiva: un precursor (Bloom), el tiempo (dejá vu), cualquier limitación/imitación.

Vivimos en un mundo de simulacro, y de conciencia del simulacro. ¿Cómo se defiende el yo de esa ficción que todo lo ciega como bruma? Si la introyecta, se desdibuja a sí mismo. Mientras tanto la conciencia crece en rededor a medida que se hace más complejo este mundo codificado, y teje su morada en torno del yo que sin otro remedio debe manejar esas máscaras de conciencia que lo debilitan. El corazón no cesa de latir como el bruto que siempre fue, incapaz él de simular, pero late allá lejos, bajo muchas capas, inaudible casi.

La conciencia recrimina al yo sus límites, su imposibilidad de salir de sí mismo, de negarse, duplicarse, ser otro. El yo tiene la dimensión del corazón; y desde ahí denuncia los límites de la conciencia, incapaz de deseo.

Anibal Núñez. ¿Qué poética hubiera tramado de escribir con un estilo más actual? ¿O iba ligado su estilo a su poética? ¿Hasta qué punto son actuales los problemas de lenguaje que plantea? ¿No es más bien que estamos faltos en castellano de reflexión sobre la poesía y nos parece así (como realmente lo es) tremendamente necesaria la labor de Aníbal, cuando en realidad, de acuerdo con su estilo clásico –por más que torturado-, sus planteamientos son poco actuales, como si no hubieran existido para él las vanguardias, por ejemplo? ¿Es más actual, pongamos por caso, a falta de conspicuos ejemplos patrios, Stevens…?

La libertad es el ámbito del arte, de la poesía. El extremo de la libertad es el caos. Hay que crear hacia el centro del caos. Pero no el caos como ausencia absoluta de orden, azar absoluto (lo que no es sino una entelequia científica), sino la sima original, el origen de todo, la potencialidad máxima, la última célula madre del caos. 

El azar es lo incomprensible que no suscita curiosidad, porque sabemos de antemano que nunca llegaríamos a comprenderlo, e incluye el modo de horror más profundo. 

Llevamos el cambio inscrito en nuestros genes, y sin embargo pretendemos alcanzar un saber estable, tener un conocimiento de las cosas que nos dé seguridad.

 

Tal vez sea nuestra propia incapacidad para percibir y comprender el cambio lo que nos hace buscar leyes que expliquen el universo.

 

No me interesa otra poesía que la que se polariza hacia lo real, aquella que se crea y destruye en las intrincadas evasiones de lo real. Nuestra perplejidad nace de que el hecho más notoriamente real e indiscutible, el que debería ordenar nuestra realidad, la muerte, no puede ser pensado, no puede ser dicho.

La nada que se extiende más allá de los seres, que se ha hecho presencia y se hace cada día en el inevitable ejercicio de descreimiento que es la única guía y tabla de salvación, esa nada capaz únicamente de purificación de las cosas en sus desdoblamientos y desvanecimientos, que atenaza y alivia a un mismo tiempo el corazón y el alma, esa nada, en su devastación, se aproxima a la idea de Dios que podemos permitirnos.

El texto recibe el esfuerzo de la conciencia por alcanzar/restituir la unidad de todo. El texto es conciencia, lo que dice es material de conciencia.

 

Debe por tanto participar del yo y de lo(s) otro(s):

  1. Recibe: ¿el texto, en su sentido genérico, la palabra, es anterior o posterior a la conciencia?
  2. La conciencia, que es límite de lo que conoce, individuación, convención, resistencia al cambio, no se identifica con el yo sin embargo, con ese límite; se da cuenta de lo otro, del cambio (¡he aquí la maravilla, puede conocer –gnosis- en principio a dios mismo, ya sea éste la más enrevesada y maquiavélica mezcla de predestinación y azar!) y lo acepta como poco, lo prefiere incluso, de la mano del deseo, hasta diría que lo busca, como Edipo, como el verdadero hombre de conocimiento. Para ella es un reto en el que arriesga su propio ser, lo expone a su destrucción… Tal vez haya un renacer más allá, una conciencia no rota, restituida. Si la conciencia no tiene el acicate del deseo, se vuelve estrictamente límite, cae bajo el gobierno exclusivo del yo.
  3. El todo al que anhela el hombre no es sino la realidad circundante, que cambia, con sus ciclos estacionales y de vida y muerte, realidad con que desea él fundirse.

La forma en el arte va íntimamente ligada al tema, al contenido. Tal vez tenga utilidad académica, pero es artificiosa la distinción. El artista completo, ambicioso, sólo puede crear (o proponer, decidir, en la medida que de protagonismo al azar) algo, un objeto, una obra, una acción determinada, como nudo de sentido, donde lo que se dice es cómo se dice y siempre se dice algo.

El corazón, el más fiero enemigo de la muerte.

Quizás hoy los poetas sólo tengan sentido si cada uno por sí mismo lleva a la extinción a la poesía: nada más difícil, porque ello sólo es posible si el autor y el lector son ambos arrastrados necesariamente, en un ámbito de libertad de elección, sin escapatoria, a ese fin.

No podemos pensar la muerte, ella es la negación de la conciencia; de modo que la filosofía no puede prepararnos para morir; ésa es labor del corazón, irracional como ella, donde más valor podemos albergar.

El ámbito actual de la poesía no puede ser sino el de la conciencia; el corazón está mal visto. ¿Qué quiere decir esto? Que el corazón, el yo, no es sino un intruso en la poesía actual, que debe reflejar, como siempre lo ha hecho, la vida del lenguaje del momento, en el que no hay mucho lugar para las demandas radicales, románticas del yo. Y sin embargo…, sin embargo, nuestra conciencia a la deriva, fragmentaria, anónima, sólo puede configurarse, como siempre lo ha hecho, en torno al corazón, terrible malström, tan problemático para ella como lo fue desde el comienzo del romanticismo, solo que ahora se manifiesta de forma más sutil, con mayor economía y diversidad de recursos, en guerra de guerrillas: el corazón aporta la ironía, la elipsis, el distanciamiento; idealmente, cuanto más anónimo el poema, más conmovedor. 

Es incómodo hacer precisiones acerca de mi poesía que no tengan en consideración su evolución, su comportamiento como un flujo de propuestas que sólo el futuro puede contrastar, donde el propio lenguaje, dentro y fuera del poema, va creándose a sí mismo, y los hallazgos que resultan a lo largo de esa evolución sólo se revelan en el decurso del tiempo, tal vez como decurso del tiempo para mí, tal vez eso sea el tiempo para mí, tal vez eso sea el tiempo.

Todo yo en poesía es un yo ficticio, siempre lo ha sido, desde el momento que debe respetar los condicionantes de una poética, cualquiera que sea. de manera que el problema de la visibilidad del autor, el yo real, en el poema, es un problema, por definición, de ontología poética. En tanto exista la poesía, le está vedado al yo real aparecer en ella sin máscara, artificio poético, como aparecería, por ejemplo, en una declaración jurada con valor notarial (¡qué sabrosa provocación en mitad de un poemario!). 

 

Ahora bien, qué podemos saber de interés acerca del yo real fuera de la poesía, tanto en esa declaración jurada, como en el poema fallido donde el yo real se ha disfrazado mal, finge sin convencimiento, y es visible por tanto. lo más interesante del yo real está en el yo fingido, dentro de la poesía. ¿por qué escribimos poesía, por qué la leemos, por qué nos disfrazamos, sino para saber de algún modo quiénes somos? ¿o tal vez porque no soportamos nuestro yo real, esa gorga de identidad, esa falta de forma, medusa aterradora? ¿qué podemos saber en realidad del yo real que no sean sus ficciones? yo es otro.

 

Toda diferenciación paga un precio, el de sus límites. El lenguaje paga su precio; la palabra yo, como distinta de la palabra tú, lo paga especialmente.

El tiempo, consumación de todos los azares.

Sólo existe lo que puede decirse, nombrarse, el resto corresponde al ámbito de la nada. Sin embargo, importa realmente lo que no se dice, lo que no queda dicho, la resonancia de lo dicho, que no puede decirse. Sólo existe lo que el lenguaje alcanza a mover en el silencio. El silencio, la nada, único momento de perfección del ser, del lenguaje.

Todo encuentra su negación, la manifestación nada airada de su olvido, el nuevo hallazgo que lo esquiva, la aparición inesperada de otra cosa. Nada es firme, nada constante, la lucha, la caída; sólo el paso de los días, la lenta, perceptible corriente que nos lleva a través del mundo como en una película cuyo sentido, su falta de sentido, está siempre más allá, fuera de nuestro alcance.

Tenemos siempre puestas nuestras expectativas en la realidad. Cuando aquéllas se cumplen, el sentido de ésta se dibuja y afirma ante nosotros, como el trazo casual que en la arena deja el viento o la lluvia y remeda una forma que nos es conocida. En seguida, una nueva decepción meteorológica barrerá la playa y dejará otra vez desnuda la arena, sin un alma, un ser reconocible, una huella, un rastro.

El verdadero, si no el único tema que importa es la cotidianeidad. La soberanía de lo próximo, aparentemente irrelevante, se hace patente y desplaza el interés por asuntos generales de mayor trascendencia. Se impone lo particular y trivial, con la fuerza de su significado particular y trivial que se desdibuja al instante, apenas somos conscientes de su predominancia. Su falta de significado es compensada, remplazada por la fuerza de su presencia, su continuidad como encadenamiento de detalles, sucesión de imágenes y acontecimientos de nuestro entorno cercano, real o virtual, sin dirección, fin, límite, constituyentes de nuestra fragmentaria identidad.

 

Si fuéramos capaces de ordenar los fragmentos de nuestro día a día, reordenarlos con un ápice de sentido… Sólo que parecen estar ahí renegando de cualquier orden y sentido, nos imponen su presencia descolocándose siempre. Nosotros los pensamos, sopesamos…, ellos se revuelven y liberan para sorpresa nuestra. Más vale que sea así.

 

Por más que el estímulo para la creación provenga del exterior inopinadamente, el acto creativo toma su impulso de una necesidad inagotable de decir, sacar a la luz algo interior. Algo innombrable, inexpresable, inexistente como forma o significado; una nada que mueve el universo.

¿La poesía es lenguaje o crea el lenguaje? ¿Comparte sus límites o va más allá como espíritu? Como toda creación humana, la poesía nace del espíritu, por lo tanto comparte con éste todas sus vicisitudes y dimensiones. Ahora bien, la poesía, como el espíritu, sólo puede subsistir en lo dado, que en su caso es lo escrito, ése es su principio de realidad. De manera que el lenguaje (escrito) es la única manifestación posible de la poesía y en él, y sólo en él (material caído) pueden y deben reflejarse todas sus vicisitudes también. Lo que es lo mismo: siendo más que ello, sólo es poesía lo que puede decirse, por ser la poesía una manifestación de nuestra caída en el principio de realidad.

Résigne-toi, mon coeur; dors ton sommeil de brute. 

Le goût du neant. Baudelaire.

 

El arte valora especialmente su libertad, que es la de cuestionar al yo; antiguamente ofreciéndole una sensación de trascendencia que lo disolvía en ella, hoy poniéndole ante el espejo de su propia irrealidad (los metalenguajes) o dando entrada en el acto creador a los otros o al azar. Pero de momento el yo sigue perviviendo en la comprensión de la obra (por más que lo haga como parte de una masa), la apropiación de la misma. 

El arte cuestiona al yo a nivel de la conciencia, exigiendo un esfuerzo de comprensión que pasa por la conciencia. Mientras tanto, ¿qué dice el corazón? Sigue latiendo; ¿hacia dónde late?

La desaparición de una providencia universal ha dejado un gran vacío, un sumidero de todo sentido. Y necesitamos que la vida tenga sentido, un sentido que traspase todos los estratos del ser acordándolos, disolviendo sus límites, anulando los límites del yo para fundirnos en esa plenitud de sentido, siquiera por un instante. El arte, en su tarea de disolución del yo, implicaría según esto la construcción de sentido, de lo desconocido que arrebata.

El corazón, asiento del yo, también late hacia lo desconocido, lo desea, busca anegarse en ello, su propio sentido. Con sólo latir el corazón otorga sentido. Eso es amor. Y en el amor también hacemos el camino de ida y vuelta: nos disolvemos en el otro que impregna todas las cosas, pero queremos poseerlo, incorporar a nuestro yo eso desconocido, afirmar nuestro yo tras el cambio que se nos propone. En el límite, sin embargo, hay una potencia destructiva en este amor, que por definición es insaciable.

De manera que tanto la conciencia creativa como el corazón buscan lo desconocido, viven por y para lo desconocido. Sin embargo no siguen cursos paralelos, tal vez ni siquiera parten de los mismos presupuestos. La cuestión está, si hablamos de arte, en saber encontrar las sinergias de ambos en el rumbo creativo. La cuestión acerca del corazón del poeta.

¿Y cómo encontramos lo desconocido en un mundo tecnológico del que ha huido la idea de lo divino? Lo desconocido que es lo que no soy yo. La naturaleza (nuestros semejantes incluidos) calla o se vuelve previsible. La muerte, desconocida por excelencia, no puede incorporarse al yo, al menos entendida como cesación de todo, si no es que el alma (y en ella el yo de algún modo) sobreviva a la muerte.

El artista no encuentra lo desconocido en las cosas (aunque Rimbaud trataba de llegar a ello mediante un desorden de los sentidos), no lo percibe con un sexto sentido que le distingue de otros. No es un aventurero en tierra ignota que no cesa de sorprenderse con lo que ve. Ya quisiera él. Por el contrario, debe construir lo desconocido; a partir de su mirada inquisitiva, fortalecida en el oficio, y con un gran esfuerzo de su ser, debe componer algo nuevo que resulte desconocido y atrayente para sí mismo y los demás. Construye a partir de sí mismo sentido para todos. No debe esperar encontrarlo fuera de sí. Otra cosa son los dones que reciba del día, los imprescindibles para seguir trabajando.

Sentido como conquista permanente de la realidad, que se deshace y rehace a cada paso en lo desconocido.

 

Crear: indagar, hacer, a partir de lo conocido, algo desconocido, portador de misterio, de ser. El acto de creación es un acto del ser, por el cual éste acondiciona el mundo a sus necesidades de sentido, identidad. No hay creación a partir de la nada, del ser abolido, sino desde el ser ejercitado, caído en el curso del tiempo, preso de la conciencia, que se revitaliza a sí mismo porque mantiene en su seno una chispa inmortal, inaccesible a la conciencia, que se renueva con la especie. 

Uno ve grandes extensiones de agua y hielo, bloques fragmentados de hielo erizados de esquirlas, y los compara con los restos de un millón de bombillas congeladas, arrojadas ahí desde el cielo, y asunto concluido, o bien se queda como pasmado mirando al hielo, sus formas, su color, la novedad interminable, ajustando un estado de ánimo desde el que poder decir algo o silenciar algo. Lo primero es novela (P. Roth), lo segundo poesía.

La mirada es el contexto. Una mirada limpia sobre el objeto, un contexto claro, descubre siempre nuevas o renovadas propiedades de éste. Nuestro problema es el embotamiento de la mirada, del contexto. Desnudemos nuestra mirada, eliminemos tanta sombra superflua, tanta convención. Hay que volver, una y otra vez, a mirar con la limpia curiosidad del niño. El tiene la ventaja de que no necesita descontextualizar. Nosotros adultos, para bien o para mal, tenemos mayor conciencia.

La realidad es el lugar, siempre cambiante, de la renovación, origen y destino de todo saber y acto creativo.

 

El tiempo es una de las dimensiones de cambio de lo que llamamos realidad, impuesta a nuestra naturaleza.

 

Cuanto más fijamos la realidad más nos alejamos de su esencia inefable. Nada sorprende más que la realidad porque nada hay mejor oculto que ella.

 

La realidad es ajena a nuestra percepción dicotómica dentro-fuera.

 

La realidad es el único dios.

 

Siento demasiado que vivo y pienso.

Mademoiselle du Maupin. T. Gautier.

 

El romanticismo es un exacerbación de la conciencia del yo, que se siente escindido del mundo, de la naturaleza. El yo, la conciencia del yo, se muestra de manera intrusiva en la vida y el arte. Es precisamente ese distanciamiento de la naturaleza el que hace que ésta aparezca como nunca anhelada, extraña, turbulenta, portadora en fin del sentido de ser, inefable, irrecuperable. El extrañamiento del mundo, la sensación de orfandad, el vértigo y el absurdo de existir, provienen de esa nueva conciencia del yo.

 

La ficción existe porque la realidad es ficción en definitiva.

 

El principio realidad (lo escrito) sólo puede recibir una interpretación irónica, sesgada, en relación con el contexto que es la subjetividad. Cuando escribimos, creamos realidad; realidad sólo interpretable en el transcurso del tiempo que la sesga.

 

Material de conciencia: la conciencia (la autoconciencia, el darse cuenta) se llena de contenidos que estorbaran su contenido más preciado, la conciencia del yo pensante, cartesiano. En su insistencia y demasía tales contenidos impiden pensar, la facultad propia del yo: no puedo pensar, luego estoy atrapado en la conciencia de las cosas y las voces, un tumulto, una charla que no cesa. Esta otra conciencia se vuelve menos reflexiva, claudica de su esencia, se hace espectadora de su propio contenido, básicamente visual. La metáfora es el cine; sólo que sin guión, sin forma aparente: ese es el material y la forma nueva de conciencia: monólogo visual, testavisión.

La conciencia es abstraccion. La realidad, que todo lo impregna, gira en torno a la nada, lo que no puede decirse, ni pensarse.

 

La nada así concebida constituye un centro, un sistema centrado en un valor primordial negativo. Pero puede igualmente concebirse de otro modo: la realidad descansa en la nada, que todo lo impregna, su lado oscuro, innombrable. En el discurso siempre hay el otro lado no dicho, interpretable, indecible, verdadero ordo rectus.

 

La poesía es básicamente sentimiento. El poema nos enseña a sentir. Nos desbrava, nos refina, pero no esconde el riesgo, el sinsentido último, fuente de toda vehemencia, de toda locura.

La realidad son las cosas. El texto es también principio realidad. El lenguaje por tanto no sólo remite a las cosas, sino que se hace cosa además en el texto. El texto remite a las cosas y es él mismo también una cosa (con Bultmann la hermenéutica se centra en el texto mismo como cosa, Sache). ¿Son las cosas y los textos el mismo tipo de cosas? Un poema de Reverdy es un objeto que compite con los objetos de la naturaleza…

Poesía: donde la cosa, siempre matizada, se funde con la prístina idea de la cosa, siempre más luminosa, en la forma de una nueva cosa, el texto.

Material de conciencia: la obligatoriedad de que siempre haya algo ahí, der Bilder Verhängnis und Gegen-verhängnis (la fatalidad y anti-fatalidad de las imágenes -Celan), de manera que termina por resultar, además de fatal, superfluo, ajeno.

Plus ultra. Siempre más allá. La mirada que interroga puesta en lo desconocido, expuesta a ello, en compañía del extravío. Y como una absoluta imposibilidad, un sinsentido, la mirada hacia atrás, la complicidad con el lector.

 

Siempre más allá: arte creatural (das Kreatürliche), más allá de la Unterhaltung.

 

Pero hacia dónde.

 

Plus ultra. Más allá de la forma, ganando nuevas formas, nuevas palabras a ese espacio de silencio sin forma, increado, que situado en el intersticio de dentro y fuera de nosotros, deseamos ser, y puesto que no podemos, representamos, nombramos.

 

Ahí nace y termina el deseo que recorre la forma, abraza al objeto, manifiesta la vida.

 

De modo que la muerte, cesación de la vida, es fin y comienzo ineluctable, renovación de la forma.

 

El gran enigma es la vida, no su final en la muerte. El ser (creado e increado, ser que se es), no el no-ser, inconcebible. Pues la nada que percibimos sólo es transición entre las formas; cuanto más penentrante y mayor desasosiego nos causa, mayor es el cambio que amenaza a la forma; siendo la muerte, como cesación de la más alta expresión de vida (la conciencia), el cambio supremo.

 

Todo lo que escribo es tan profundo como yo soy. Puedo expresar cuanto hay en mi interior. Nada queda inédito dentro de mí; salvo el silencio último que está antes del lenguaje.

 

No hay contradicción en mí que no sea trasladada a mi escritura. No hay irracionalidad en mí que no lleve a mi escritura. No hay absurdo en mí que no aparezca en mi escritura. No hay sueño en mí que no sueñe en mi escritura.

 

No hay mi escritura y yo; yo soy mi escritura, y ella es yo hecho lenguaje.

 

Mi escritura tiene mi misma consistencia. Tiene mis músculos y huesos, tiene mi grasa formativa, tiene la evanescencia y desconcierto de mi conciencia.

 

Mi escritura es el oído que me escucha, el fonendoscopio que me ausculta, el espía de mi propia conciencia. Mi escritura es la voz que escucha –sólo a sí misma en definitiva, sólo a sí misma en definitiva.

 

Si en algún sitio estoy es en mi escritura, mi lugar más pleno. Hay otras formas de no estar en el placer de la acción, formas de estar para otros importantes, pero mi forma consciente de estar privilegiada es mi escritura, su rival es el sueño.

 

De manera que mi escritura sólo puede ser fragmentaria (fragmentos de un metal puro), desequilibrada por momentos, autónoma como un hijo (¿cuál es la responsabilidad del padre?), incierta de sentido hasta que no cierre su ciclo, el mío.

 

¿Cuál es la piedra de toque entonces para mi escritura? Yo soy la piedra de toque para mi escritura; y ella es la piedra de toque de mi yo.

 

Frente al yo cartesiano, producto de la reflexión y cárcel hoy de prejuicios, el tú de recuerdos y sueños como un estigma, casi doloroso. En la profundidad de su estocada, de su desgarramiento cuando más sentido (herida del corazón), más cercano sin embargo este último a la liberación por disolución en el todo. Porque ese tú desgarrado es el yo capaz de amor, de embriagarse en el otro, lo otro. Es el yo existencial.

La realidad es el origen y residuo de toda significación, adonde se vuelve una y otra vez a significar. Es el producto sin mengua de una extracción: se hace más rica con cada nuevo acto de significación.

La intencionalidad y la mirada. Para Brentano toda representación, como fenómeno psíquico, es intencional por el hecho de tener un contenido. De manera que también las representaciones oníricas son intencionales. La mirada, como acepción más radical de lo humano, está llamada a dirigirse, en cualquier caso, en última instancia, al horizonte último de la muerte. La mirada ahí, ¿hasta qué punto puede representarse ese horizonte? ¿Hasta dónde puede mantener su intencionalidad ahí? ¿No será acaso la intencionalidad, la representación, un obstáculo para la mirada? Mirar sin intención, sin representación, a través de ambas, para poder ver, ver siempre más allá, sin fin, el fin.

El poema, el texto poético, es el intento de testimoniar, a través de la escritura, una presencia siempre cuestionada. un testimonio improbable donde contienden, intercambian aliento, la lucidez y la imagen. un testimonio de algo que vendrá.

Nada tan omnívoro como la poesía

Hay una violencia en el despertar del sueño difícil de entender. Es una sensación profunda de pérdida (J’avais des nymphes! (…) Je les veux!). Como si encendieran la luz del día en mitad de una noche embriagadora. Uno no desea sino volver a sumergirse en el sueño, a toda costa. La conciencia, la toma de conciencia del día, se experimenta entonces como una condena, la expulsión del paraíso del sueño, lo que parece un paraíso cuando se ve desde afuera. El paraíso no es un lugar de exclusiva delicia, es terrible, violento, poderoso, el lugar del deseo. 

 

¿Significan algo los sueños, o simplemente nos arrebatan, y en ese arrebatarnos cumplen una función restauradora, nos devuelven por un tiempo a nuestra vida y conciencia animal, donde todo es posible?

 

El paraíso es el lugar donde todo puede suceder. Y está en la tierra, entre nosotros.

 

Tú: te apellido con violencia.

 

Afortunado el que atraviesa su existencia sin que la conciencia le sea grave, y va de una a otra parte, de uno a otro asunto sin preocuparse demasiado, como si ese ir y venir fuera todo cuanto es menester, y en ello pone su empeño. Porque en él la conciencia no ha hecho nido, sobre él no pesa la dura sentencia “Conócete a ti mismo”, ha recibido el soplo más puro de la vida y es más caro a los dioses y los hombres.

¡Es tanto lo que depende de la posición de observador!… A medida que uno se descentra, se aparta, se excluye de los lugares de pertenencia habituales (la profesión, la familia, la tribu…) las convenciones saltan por los aires, los juicios desfallecen, nuestra ortopedia mental se deja traslucir en cada pensamiento. Da vértigo sólo asomarse al borde de los últimos caminos, periféricos, poco transitados. La lucidez no pide, a diferencia del infierno dantesco, dejar en el umbral toda esperanza, sino poco a poco: ella es el camino de la desesperanza.

La conciencia humana no es sino una de tantas formas caprichosas de la evolución universal –ignoramos hasta qué punto avanzada– sometida, como todas, a una fuerte inercia o movimiento de autoconservación dentro del cambio general del cosmos. Tiene la peculiaridad esta forma evolutiva de crear una ilusión de identidad, de independencia del todo, que por el hecho de generar insatisfacción y malestar podría calificarse de aberrante (dramática si queremos ser subjetivos). Podríamos aventurar que es una forma sin mucho futuro, a no ser que sufra un cambio adaptativo que alivie su malestar de base.

 

De qué factores dependería ese cambio, cómo explicarlo, nos lleva a una aporía: ¿es posible que aquello que cambia su identidad pueda explicar su propio cambio? Si lo que debe cambiar es nuestra propia noción de identidad, incluso nuestra pretensión de explicar, nuestro discurso en definitiva, en la línea de Rorty, se disolvería dicha aporía. Aprenderíamos a vivir en la incertidumbre, valioso talismán para sobrevivir en el cambio. Pero queda por ver que nuestras instituciones soporten esa renuncia a sus privilegios.

 

Toda experiencia altera la realidad experimentada: todo conocimiento acerca de ésta es provisional, limitado a las condiciones netas de su origen, que son alteradas en el mismo acto de experiencia, y por lo tanto nunca se repiten (nunca te comerás dos veces el mismo fruto). Es el aliento de muerte que baña toda experiencia, imperceptible como el transcurso del tiempo, del cambio.

 

De modo que la acumulación de experiencia que supone el vivir, requiere cada vez mayores dosis de ignorancia para que esa experiencia sea rica, genere nuevo conocimiento. De lo contrario la ceguera y la esclerosis se adueñarán de la mente, y la melancolía del alma.

 

La realidad es lo que debemos aprender a ignorar tanto como conocer. La realidad es encuentro, la poesía es encuentro, tanto como testimonio.

 

No hay punto alguno de encuentro, lugar de encuentro; si lo hubo, quedó borrado al instante (ni comerás dos veces el mismo fruto, ni te bañarás dos veces en el mismo río).

 

Ich fürchte, es gehört zum Wessen des Gedichts, dass es die Mitwisserschaft dessen, der es „hervorbringt“, nur so lange duldet, als es braucht, um zu entstehen. “Me temo, es consustancial a la sabiduría del poema, que éste sólo tolera la complicidad de aquello que hace surgir mientras la necesita para formarse”. Paul Celan. 

 

 

Declaración de solipsimo. El único camino razonable soy yo. O se me niega, o se me cede el paso, nunca se me acompaña. Es una clara invitación a mí mismo. Sea pues, pero sin seguidores. Nada me resulta más sugestivo y enigmático que yo. El mundo que me rodea lo ilumino yo, se me hace interesante gracias a mí. Y cuando me embriago en él, me embriago en mí. Dejemos por tanto, de una vez por todas, de perder el tiempo en tratar de persuadir o convencer a nadie, salvo a mí mismo, mi mejor amigo, mi mayor enemigo.

El término alma, asociado a la idea de infinitud espacio-temporal, define una intuición que nace de “sensaciones íntimas de rapto”, estados de ánimo radicales, perturbadores de algún modo. Nace de lo efímero, pero lo invade todo, se apodera de todo, lo tiñe todo; como sensación e intuición tiene la propiedad de desplazar cualquier otra sensación e intuición.

 

En ese sentido absoluto es un término que corresponde a la tradición judeo-cristiana, por lo que resulta problemático para una mentalidad atea y contingente.

 

También en un mundo extremadamente contingente existe la necesidad, la ley, que para el ser humano cobra su máxima expresión en el hecho del cambio y la muerte. De modo que la necesidad, Ananké, introduce una dimensión totalizadora dentro de la contingencia, que el ser humano experimenta (vale decir siente) de algún modo, no obligatoriamente ante hechos, fenómenos de cambio y muerte.

 

Es así que la finitud humana aporta una dimensión totalizadora a la existencia. En ese ámbito, la idea de alma, también totalizadora, ya no resulta tan extraña.

Los hombres no podemos vivir en armonía con nadie ni con nada, sólo podemos ser cómplices. Para nosotros armonía significa complicidad. Pueden ser armónicas dos notas, dos colores, dos objetos, incluso dos imágenes (el chopo y el río); pero la obra humana acabada, la mera actitud, es siempre cómplice. El sello humano es la complicidad.

Se es cómplice de un acto delictivo, o más general, de un acto que implica culpa o responsabilidad. ¿De qué acto somos cómplices todos entonces por naturaleza? De los demás, del mundo, de la nada que subyace a todo, del cambio. Del cambio que vemos por doquier y llevamos inscrito en los genes, que nos cuesta tanto aceptar, por cuanto es hijo del azar, el acaso, y se expresa de forma radical en nuestra limitada existencia. Somos cómplices en definitiva de la muerte, y por tanto de la vida. Ser consciente es ser cómplice.

 

Vivimos en la superficie, la gravedad se ha vuelto ligera. Pero una superficie que debe mantenerse en continua agitación, la pasión ha devenido histeria.

 

Somos apasionados, deseamos. Nuestro deseo busca la plenitud, sólo puede aplacarse por consunción total. El amor apasionado, cargado de deseo, queda siempre insatisfecho, sólo en la destrucción encuentra alivio definitivo. La sublimación mística, la trabajosa renuncia, no son sino formas elaboradas de contención del deseo. La única verdad radical que puede saciarnos, porque nos implica profundamente y no admite dudas o cansancio, ni remordimientos, es el horror, la muerte.

 

Nos justificamos sin cesar. Tenemos necesidad de ello. Y del mismo modo nos aferramos a las palabras. ¿Podríamos no hacerlo? Debemos mantenernos siempre en guardia frente a nosotros mismos y frente a ellas. Ir siempre más allá de nosotros mismos.

Edificios antiguos, casonas nobles, se desfiguran y maquillan con letreros, anuncios, aditamentos ajenos y chillones para coger el tren de los tiempos, son como viejas pintarrajeadas que aún conservan, en la mirada, en ciertos gestos, la galanura de su edad lozana.

Quien vela muere. quien despierta vive. quien sueña se mueve entre ambos mundos.

Podemos percibir en el cielo cómo cambian las nubes, pero no lo comprenderemos si no nos dejamos ir con ellas y cambiamos nosotros al mismo tiempo.

Vivir es insuficiente: por eso escribo. Escribir es insuficiente, por eso sueño inútilmente con una vida de acción.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

 

 

Ciegos de no saber lo que queremos vamos de acá para allá. Nuestra mayor ceguera es creer que vemos lo que ocurre. Nuestras razones son las piedras que nos ponemos en el camino, pretextos en el mejor de los casos, humo que irrita aún más nuestros ojos. ¿Acaso no nos previno ya Edipo en el alba de nuestros pasos? Nuestra ceguera es la peor de todas; sin dignidad siquiera, sin una historia que contar.

El orden de las cosas se refleja en el orden de la conciencia, artefacto supremo de ficción y memoria.

El espejo es el espejo del espejo.

Nada es definitivamente

sino su reflejo.

 

Atravesar el espejo no es entrar en un mundo paralelo sino ir a las cosas mismas.  Si nuestra mirada fuera capaz de romper el espejo y perderse en las cosas, salir de la trampa del espejo y recibir sin reflejos interpuestos la constante novedad de las cosas…

Nuestra ceguera es especular.

La verdad es el lugar más rentable para el espíritu.

De nadie es el privilegio del presente, el mayor de todos. Nuestro es sólo provisionalmente, pero pronto pasará a otras manos y a otras y otras después.


Es un camino sin retorno la vida; por ello es tan grande el privilegio de estar vivo. Por más que nuestra perspectiva sea bárbara o viciada, que se aparten a un lado los grandes nombres de la Historia, todas las revoluciones del pasado, pues no son sino pasado, y nosotros tenemos la gran responsabilidad, el sumo privilegio, la inmensa libertad de hacer camino nuevo. Mientras dure.


La Historia no es sino la gran mistificación de nuestra provisionalidad. Está por ver que nos sea rentable la herencia de las ideas recibidas. ¿No entregamos a nuestros herederos, junto con nuestras conquistas, el peso de nuestra sombra, la sombra del miedo?


Una orfandad mantenida entre generaciones es inimaginable. Y sin embargo es lo más real de todo. Creemos que heredamos y continuamos el camino de nuestros padres. Nuestra ceguera es constitucional. ¿No resulta chocante que después de tantos siglos de civilización no se haya alcanzado ningún progreso moral, ninguna conclusión histórica ni filosófica? ¿No será que inventamos la Historia a nuestra medida, de forma interesada, siendo como es cada vez más evidente que sólo gestionamos las consecuencias?


Cada momento presente pone en juego la clave del universo, distinta a cada momento, cifrada en ese mismo instante. Esa es la belleza de nuestro irrepetible e inaprensible mundo.

El problema empieza con la pregunta, siempre incorrecta, siempre inadecuada, siempre insuficiente.

Sé que nuestra comprensión del mundo es insuficiente. sé que nuestras creencias son insuficientes. sé que nuestra felicidad es insuficiente y el conocimiento de los otros insuficiente también. sé que todo este saber es insuficiente, y basta.

El solipsismo no es tanto la ceguera del yo que se interpone entre sí mismo y la realidad, sino una insuficiente conciencia de ese yo. De modo que las acusaciones de solipsismo que recibe la poesía discursiva por parte de los adalides de lo visual y experimental, aunque certeras a menudo, están mal fundamentadas, pues no revelan un agotamiento de la poesía discursiva, como se dice, sino una carencia de espíritu que a ellos mismos amenaza, solo que en el caso de la poesía experimental el solipsismo se disfraza de banalidad.

Dos conciencias, una frente a la otra: nada más incomprensible, irrazonable, cruel incluso; se derrumban nuestras pretensiones, cualesquiera que sean; solo resta la más palmaria aceptación. El embeleso del amor magnetiza, por decirlo de algún modo, temporalmente ambas conciencias, incapaces entonces de lucidez; pero pasado el encanto la extrañeza vuelve a ser total. 

 

La comunicación humana es un ejemplo paradigmático de la inconsistencia de cualquier verdad, de la preeminencia de lo dado.

 

La lucidez, fruto de la desesperación, es siempre radical. Aquellas estúpidas canciones de juventud que nos hacían felices… Duele el recuerdo de esa felicidad perdida, pero ello no impide apreciar con claridad la ofuscación del entendimiento inherente a aquel estado.

El estado de ánimo es nuestra forma de estar en el mundo, de formar parte de él. Sólo por medio de él podemos captar el mundo en su totalidad –que lo aceptemos o lo rechacemos dependerá de cómo nos vaya en él. Todo lo que no influya de algún modo en nuestro estado de ánimo resultará superfluo a la larga.

El comportamiento del ser humano tiene una motivación básicamente visceral. Podemos a lo sumo, mediante la razón, embridar nuestra ánima visceral; es lo que hacemos a diario. Pero nuestro interesado instinto finalmente se abre paso, cortés, maliciosa, violentamente, a través de las formalidades.

La desaparición elocutoria del poeta no tiene fin. Cuanto más se avanza en la extinción de la voz del autor más profundo se revela el abismo del yo.

Afrontar la vida, a uno mismo, sin intermediarios, ni siquiera uno mismo.

A veces las busco, las convoco, otras veces me asaltan ellas a mí, y a menudo luchamos. Mi poesía es un largo, interminable adiós a las palabras.

El poema es estar, habitar un lugar en tanto que posibilidad que se concreta en la propia concreción del poema, lugar que es un poso de existencia, un testimonio también, verificable, habitable por otros –estuve aquí, habité este lugar y todavía… La poesía así ensancha el mundo, no como el viajero, aunque comparte algo con éste, sino en una dimensión más espiritual, metafísica, ocupando más mundo, ganando espacio. El poema se hace mundo.

La alegría es cosa muy seria.

Observamos todo llenos de expectativas y sólo alcanzamos a ver las consecuencias, de que nos sorprendemos.

Formamos parte de algo más grande que nosotros. Lo percibimos –como una abundancia, un desbordamiento que hace innecesaria cualquier pregunta, cualquier cuestionamiento. Aunque también es cierto que no formamos parte de ello, habitualmente.

La lucidez es siempre extrema: el santo, el asesino, el suicida…, contraria a la vida, improductiva, intransferible.

La victoria, la recompensa, la obra, los anales, la plenitud, la conciencia del momento.

No quieras tener todo el control, conduce a la esterilidad.

¡Cuántos lugares, rincones, detalles tanto tiempo sin ser mirados, qué insondables vacíos de conciencia! Y no obstante, ¡qué plenitud la conciencia del momento! En esos océanos de no existencia se abre y renueva constantemente la posibilidad del poema, que habla en el lugar de lo no dicho, siempre por decir. Para leerlo, decirlo, hay que ponerse siempre en su lugar, el del poema, que ocupa todo lugar y dice plenamente lo no dicho. Ahí, el poema es encuentro.

El poema ¿hace aparecer? ¿O sólo conecta, pone en relación, ordena? Es otra forma de preguntar si dice algo el poema o sólo es superficie.

La vida es sólo camino de ida. De la incertidumbre a la certidumbre, de la ignorancia a la pérdida. Volver la vista atrás es la mayor de las fabulaciones: hemos cruzado el puente, muchos puentes y jamás tendremos la misma perspectiva. Lo que llegamos a saber nos cambia irremediablemente. De qué sirve la memoria sino para volvernos más precavidos, más miedosos.

Real es todo aquello que defrauda nuestras expectativas o simplemente nos sorprende, y cuando dejamos de sorprendernos estamos listos para partir.

La lucidez es la última defensa, inútil como todas las demás, frente al engaño de la existencia, arraigado en el alma.

¿Por qué tenemos la sensación de que haber llegado tarde, si estuvimos aquí desde el principio? Sólo la muerte pone en hora el reloj de la vida, que anduvo siempre retrasado.

No estamos hechos para saber la verdad, pues si la supiéramos nos destruiría. En lo más hondo del alma arraiga, junto a la alegría de vivir, el engaño de ser. Es nuestra propia ignorancia la que nos vuelve osados para la vida.

 

Ateo, agnóstico e impostor, mi alegría, expuesta siempre al fracaso, es de la cepa más resistente. La más pura alegría nace de la conciencia del fracaso.

 

No lo real, sino las posibilidades de lo real: retórica de todo lenguaje; lo real es innombrable.

La literatura es la forma declarada de nuestra impostura esencial.

Nuestro antropocentrismo nos ciega. Hablamos de carácter, personalidad, virtud…, atributos de nuestro ser que debemos cultivar, como si en ello residiera un ideal de norma, una sabiduría para vivir, gobernar la vida. Y no queremos aceptar que son los hechos y las cosas los que nos definen, no al revés. No es tiempo de personajes, no al menos por encima del acontecimiento. La complejidad de nuestro ser encierra una fantasmagoría acerca del mundo y las relaciones humanas. Fuera de nosotros toma forma el momento y nosotros sólo somos parte del torbellino del suceder, al que ponemos las trabas de nuestra ilusión. El hombre no es sino un proyecto constante de realidad surgido del medio en el que habita y en continua remodelación por el mismo. A los hechos y las cosas, no tanto al encumbramiento del factor humano, debiera conducirnos nuestra sabiduría. 

El futuro y el pasado son representaciones mentales, coordenadas enrevesadas del pensamiento (proyección y memoria); pero el presente es la puerta de la vida, la entrada a lo real, lo real mismo, el mundo en el que confundirse: cuando quieres atrapar el presente se retrae, te expulsa hacia tu conciencia despojada. 

Abierto a un océano de insatisfacción.

Una de las falsas marcas del tiempo: a medida que pasa el mismo nos volvemos más escépticos e ingenuos.

La realidad es el instante infinitamente replegado en sí mismo, como los pétalos de la rosa. Nosotros asistimos pasmados e indigentes a su ubicuidad, posados en ella como insectos minúsculos; no nos alcanza la perspectiva.

El infinito no está en el espacio ni el tiempo, sino en la posibilidad, la indeterminación y el misterio de la forma nunca acabada: el deseo es deseo de forma, la insatisfacción lo es de la forma.

Poesía es el estado de ánimo necesario en que confluyen, buscando su sentido —fuera de la verdad, el más excelso y consistente posible— la conciencia de la realidad, la belleza y la nada. El poema es una elaboración rítmica del lenguaje.

Ellos tienen el privilegio de haber llegado antes, nosotros el de estar vivos.

Donde el olvido no tiene propiedades (la muerte). Igual que el cosmos es un mundo sin silencio, la muerte es la desaparición del olvido (más allá del olvido; donde no habita el olvido).

El poema debe bordear el silencio, ahí es donde se vuelve salvaje.

La lucidez es a expensas de la felicidad, pues el que es feliz proyecta sobre las cosas la sombra de su felicidad, impide que éstas muestren su cara desfavorable para sus intereses. La felicidad es un estado de las cosas deseable, no el estado siempre indeterminado de ellas. Por eso las pérdidas nos hacen ver lo que perdemos, que hasta entonces no veíamos. La verdadera alegría, la que nunca sufre mengua, al contrario, crece cuanto más se la riega, hasta que supera nuestra mera estatura humana, no prospera en la felicidad.

 

Hay una alegría que nace de la lucidez y es agreste, áspera, fuerte, sobrehumana en definitiva. Sólo es accesible para los solitarios.

 

No una soledad teñida anímicamente, sino la soledad buscada del solitario, que enfrenta lo sublime de la naturaleza.

 

Melancolía: dulce fatalismo del pasado que estremece la cotidianeidad. Sueño y memoria. Realidad es presencia y forma.

Todo está teñido de emoción. Nuestras percepciones y recuerdos van ligados a momentos anímicos determinados; de manera que la emoción debería ser un componente indispensable de cualquier creación artística, cualquier perspectiva de realidad. Sin embargo, como insistentemente señaló Stevens, el sentimentalismo es un riesgo muy presente para el creador en general y el poeta en particular. La emoción debe ser embridada y mantenida bajo control; incluso la obra puede, debe ser desapasionada en ocasiones. Justo en ese despojar la realidad de cualquier sentimiento o afecto, dotándola no obstante, dotándola así, de una forma convincente, residiría el acto de creación.

 

Es absurda la contienda retórica entre los formalistas, abominadores del yo poético y los apologistas de la poesía de la experiencia. Es como comparar, mutatis mutandi, la fotografía en color y la fotografía en blanco y negro. Si bien es cierto que la fotografía en blanco y negro, despojada del color (de la emoción en nuestro caso) nos entrega habitualmente una realidad más dramática que la fotografía en color. Ambas en cualquier caso revelan con igual legitimidad nuestra visión de la realidad.

 

La versatilidad de un poeta tendría una dimensión crucial en la paleta anímica desplegada por el mismo, desde los tonos vivos y punzantes hasta los grises más gélidos.

 

Hechos y cosas

 

Las cosas son hechos de presencia, cuerpo de presente, aunque pueden pensarse en el pasado, sólo se cumplen en el presente y la presencia, con la incuestionabilidad de los hechos. Ambos, hechos y cosas, constituyen certezas.

 

En el ámbito de lo humano las certezas son sólo patrones de juego, convenciones.

La cultura es significación. No sólo la palabra significa, también la imagen y la propia utilidad de las cosas. La dicotomía naturaleza-urbe lo pone de manifiesto. La realidad inculta, más allá de la significación, es la guarida de las cosas, el noúmeno kantiano.

 

A diferencia de las cosas producidas por el hombre, los útiles, la naturaleza inulta nunca ha tenido significación, salvo en las palabras que la nombran. De ahí que sea diferente el estatuto de una silla de la que se abstrae su significación (utilidad y palabra) del de una piedra (sólo palabra). Podemos formar parte, tratar de hacerlo, de un paisaje natural, pero no de una habitación llena de objetos de la que se abstrae su identidad cultural, objetos incultos. El objeto devenido inútil y anónimo es una presencia extraña, inhumana.

 

La muerte es el hecho que nos incumbe. Todos los demás, incluso la enfermedad, el dolor, el sufrimiento extremo, nos son externos en la medida en que tenemos conciencia de ellos, tenemos “la posibilidad” de acomodarnos a ellos e incorporarlos como experiencia, siempre nos serán de algún modo ajenos. Pero la centralidad de la muerte niega toda “posibilidad”, somos el hecho de morir, por una única vez nos fundimos con el mundo, anónimo, impersonal, en el que posibilidad y hecho son lo mismo.

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