IMPOSTOR
Sé que no soy el que aparento ser, que vivo una vida que no es la mía, que ocupo un cuerpo que no es el mío, lo sé hace tiempo, pero ya me he acostumbrado. Llevo trajes caros y conduzco coches de lujo; pero no por ello me ha sido más fácil hacerme a la idea de que no soy yo el que vive en un piso de casi doscientos metros cuadrados en una zona selecta de la ciudad, con una mujer guapa y voluntariosa, de buena familia, con la que estoy casado. Al principio, como es lógico, me resultó extraño y fatigoso suplantar las veinticuatro horas del día a otra persona, por más que la conociera bien, debí mostrarme confundido ante los demás, pero al poco tiempo adquirí cierta soltura y comencé a disfrutar también de mi nueva vida de personaje.
¿Por qué sé que no soy yo el que dicen que soy? Bueno, es evidente, porque yo sé quién soy; pero además porque al otro lo maté yo. Debo ser muy parecido a él porque nadie se da cuenta del cambio, y eso me sorprende. Desde el primer momento me tomaron por él, y yo, presa de asombro, no supe qué decir. No era sencillo, como podrán comprender, dar una explicación de lo ocurrido. Hice desaparecer al otro lo mejor que pude, pero con todo aún había que explicar quién era yo si no era el que parecía y dónde se encontraba éste. Me dejé llevar en fin, me pareció lo más fácil. Ustedes creerán que fue la vida regalada que ahora llevo lo que me hizo mantenerme en la impostura, pero el caso es que ahora ya no puedo delatarme, no me creerían. Mi mujer y yo (su mujer, claro está) tenemos además una hija adolescente que está pasando por momentos difíciles; sería terrible para ella que su padre renegara de pronto de su identidad.
¿Qué por qué digo que ocupo su cuerpo si está muerto? Porque viviendo su vida no siento que mi cuerpo sea tampoco mío, sino suyo, recibe los cuidados a que estaba acostumbrado, las caricias que solía, los alimentos que gustaba (aunque aquí me he permitido algunos cambios, odio el potaje que prepara su antigua y fiel cocinera, en cambio he introducido la casquería hasta donde me ha sido posible sin levantar sospechas ni motines en la cocina). He vestido, y aún sigo vistiendo alguno, los trajes que él llevaba, incluso los zapatos, que me ajustaban a la perfección. Me peino como el se peinaba y mantengo su afición por el tenis ─que a duras penas y tras muchas clases particulares de tapadillo he podido fingir con éxito─ y el gimnasio. No podía de buenas a primeras rechazar todos los hábitos de higiene y compostura a que su cuerpo estaba habituado. Eso requiere su tiempo, y entretanto existe el riesgo nada desdeñable de que uno acabe por incorporar si no todos, una parte importante de aquellos hábitos, de forma que nuestro cuerpo se nos va volviendo más y más ajeno, hasta que un día lo asumimos: habitamos el cuerpo del otro.
Querrán también saber por qué lo maté. No me gustaba, me resultaba odioso, de una manera intolerable dada mi estrecha relación con él. Quién soy yo realmente (o era, no sabría decir, puesto que parezco condenado a ser quien soy ahora) importa poco, pero mi posición en la vida, mi futuro, se hallaba estrechamente ligado al suyo de un modo íntimo, aunque desconocido para los demás. Una tarde, después de una larga jornada de trabajo, nos encontramos en su despampanante despacho de la Torre Picasso para resolver un asunto de escasa transcendencia. Nos servimos un whisky y disfrutamos, mientras conversábamos, de las vistas sobre Madrid anocheciendo, que desde nuestra altura constituía un espectáculo apacible, un final de jornada relajante. Sin embargo, la conversación, como guiada por una voluntad sutilmente perversa, tomó unos derroteros desconocidos, o mejor dicho inesperados para ambos, y se fue retorciendo. Salieron a relucir algunos celos y rencores soterrados. El whisky nos soltaba la lengua. Subió el tono de la conversación que degeneró en disputa, y cuando más acalorados estábamos aproveché un momento en que se giró para mirar la ciudad a través de los ventanales, con las manos en los bolsillos, para asestarle un golpe en la cabeza con un pisapapeles de vidrio que había sobre su mesa, uno muy estimado por él que en su interior alojaba una calavera. ¿Quise matarle? Imposible saberlo en ese momento de furia. El caso es que no me vine abajo, y aquí estoy ahora suplantándolo.
Aunque he aprendido a desempeñar mi papel con soltura y son ya excepcionales las lagunas o tropiezos en la interpretación, por dentro sufro altibajos. A veces extraño todo lo que me rodea, mi comportamiento, mi figura incluso, como los primeros días en que adopté el disfraz de empresario exitoso y adinerado; y cuando llego a la oficina y me saludan rostros de pronto extraños que pronuncian un nombre, el mío, también de pronto extraño, o al volver a casa me besan labios extraños o me encuentro un día reunido con hermanos, primos, tíos, sobrinos, extraños todos, me viene a la mente la convicción de que él no está muerto del todo, que está urdiendo su venganza, y temo por mi futuro, dudo si podré controlar la situación o caeré algún día desmoronado en medio de la espantosa verdad, que como un foco cegador señalará al protagonista de un drama de destino que llega a su final. Pero normalmente me siento bien en mi papel y disfruto de las numerosas ventajas que ofrece.
Mi mujer, según he dicho, es de buena familia y ─aunque suene improbable e impreciso el adjetivo, ningún otro se me ocurre mejor para definirla en conjunto─ una mujer decente, es decir, decente a su modo, en la medida en que puede serlo en nuestros días una persona de moralidad tolerante que ha vivido siempre en la abundancia. Su padre es un rico empresario, poseedor, entre otros negocios, de una participación importante en una prestigiosa bodega de Valladolid, de donde es oriundo. Su madre, de ascendencia vasca, nunca necesitó trabajar, gracias a la fortuna que aún siendo joven heredó de sus padres, muertos ambos en un desgraciado accidente ferroviario; dirige no obstante, mas por entretenimiento que otra cosa, una tienda de antigüedades en el barrio de Salamanca. Ella, mi mujer, no quiso seguir los pasos de su padre y de su único hermano en el mundo de los negocios, sino que dotada desde pequeña de una sensibilidad artística notable, estudió Bellas Artes y es hoy una pintora de cierto renombre en ambientes de gusto conservador. Algunas de sus obras, dicen, recuerdan al Balthus más contenido, a quien ella admira, pero a mi parecer le falta su atrevimiento. Su marido, o sea yo, también se dedica a los negocios. Precisamente como agente representante para la inversión en España de una firma alemana de óptica de precisión para instrumentos científicos e industriales, conocí a su padre en una reunión de negocios organizada en Madrid por la embajada alemana. Posteriores encuentros incluyeron un trato más íntimo; fui presentado a su familia y pude conocer y cortejar después a su hermosa hija. Aunque siempre me ha gustado el dinero, nunca he desdeñado la formación cultural y presumo de cierto gusto para el arte, lo que me valió el aprecio inmediato de mi futura mujer. Todo esto y muchos otros pormenores de mi nuevo papel de hombre emprendedor al que el éxito sonríe, tanto en lo profesional como en lo sentimental, lo conocía yo ya y ponía en juego con soltura al poco tiempo de empezar la función.
Como ya he mencionado, no todo son alegrías en mi nueva vida. Hace aproximadamente un año comencé a recibir anónimos. Alguien que parecía conocernos a los dos y saber lo que había ocurrido, o al menos conocía mi juego de suplantación, me amenazó con contarlo todo. Quería, como es lógico, dinero a cambio de su silencio. Al principio no me inquieté demasiado. Pensé que alguien que había espiado mi comportamiento, avisado por cualquier detalle que yo había dejado escapar en algún momento determinado, lo que no sería de extrañar teniendo en cuenta la complejidad de mi impostura, había notado mi falsa identidad. Y pensé también que eso no valía un chantaje; en el improbable caso de que se atreviera a denunciarme, nadie le creería, sobre todo si no aportaba pruebas de mi verdadera identidad o de la desaparición de la persona suplantada. Lo primero no veía yo cómo, pues sin lo segundo todo se reduciría como mucho a un parecido sorprendente que habría llevado al delator a confundirme con otro, seguramente con intenciones dolosas, buscando algún secreto beneficio; y lo segundo implicaba ni más ni menos que conocer el paradero del desaparecido, cosa que yo estimé enseguida imposible, pues de ser así no habría esperado tanto para acusarme. Sin embargo, la reiteración de los mensajes anónimos, que parecían añadir con cada uno información suplementaria en su contenido en la dirección correcta, y la forma truculenta de hacerlos llegar a su destinatario, a través de sencillos juegos de habilidad mental y reenvíos, comenzaron a inquietarme. Finalmente, como último escenario del juego, mi acosador me invitó a un encuentro, donde las cartas quedarían definitivamente boca arriba. En un café del viejo Madrid, a una hora concurrida, quedó establecida la cita. Llegué antes de la hora y pasé un buen rato adivinando en los rostros de los concurrentes a mi íntimo enemigo. Pero nadie se personó para poner fin a mis cavilaciones. Esperé casi una hora y me fui descorazonado y enojado con la situación. Pensé que algún suceso inesperado le había impedido a última hora acudir a la cita. Pero no supe nada de él los días siguientes, ni tampoco los meses siguientes; el extorsionador desapareció igual que había aparecido.
Nuestra hija está viviendo una etapa tormentosa. Tiene quince años, una edad difícil. Supongo que los recuerdos que uno conserva de esa edad cuando es adulto son forzosamente defectuosos. La propia realidad es informe a esa edad de cambios. Hace poco le dio por decir que yo no era su padre. No sabía explicarlo, pero estaba convencida; solamente decía: ─Papá no es así. ─y se encerraba en su habitación y no quería verme. La pobre está mal. No tiene una constitución esbelta, ni siquiera bien proporcionada, en eso no ha salido a su madre; tiene las orejas muy separadas, de soplillo, y aunque las disimula con el pelo, acaban por salir a la luz tarde o temprano. En el colegio ya se sabe, la crueldad con los compañeros pasa por signo de fortaleza y ella es un blanco fácil; eso le hace aún más retraída. Mi mujer cree que deberíamos llevarla a un psicólogo. Yo le digo que no es para tanto, que es cosa de su edad, que sólo necesita que sin dejar de hacerla caso, le restemos importancia a sus apreciaciones trágicas y la ayudemos a afirmarse en su propio estilo, que poco a poco irá despuntando (como sus orejas entre el pelo ─esta maldad por supuesto sólo la pensé). Su tío sin embargo, el hermano menor de mi mujer, echa leña al fuego. Su tío que es un zopenco sin entendimiento ninguno que no sea para sacarle partido al dinero por la vía más rápida, amparado en la cada vez menos sólida posición económica de su padre, que como todos los empresarios de antaño sufren la agresividad de los depredadores jóvenes carentes de escrúpulos; su madre lo tiene bien calado y guarda sus ahorros a buen recaudo, lejos de sus arriesgadas empresas. Tiene dos hijos varones adolescentes también, malcriados y bravucones, de los que podrían acosar en el instituto a nuestra hija por no ser suficientemente parecida a su patrón superficial de chica deseada y sexy. Cuando se enteró de que mi hija negaba mi identidad paterna, me miró desconfiado, el muy idiota, y si no hubiera sido por la actitud tranquila de mi mujer, hubiera sido capaz de reclamar una prueba de paternidad. El no dice que haya que llevarla al psicólogo, sino que somos nosotros, que no la estimulamos convenientemente; que ve a la chica muy introvertida, que no se cuida, que viste desastrada y sale poco, muestra poco interés por las fiestas y actividades en grupo propias de su edad, que no le extraña que se metan con ella en el instituto. Sólo lo dijo delante de mí una vez, suficiente para que le recordara los éxitos escolares de sus dos osados cachorros y las llamadas de atención que había recibido de la dirección del colegio por su actitud insubordinada y el trapicheo con drogas con sus compañeros. Que yo no sea su verdadero padre no le va a suponer una ventaja para entrometerse en nuestra vida. El muy idiota.
Un día le propuse a mi mujer que me hiciera un retrato de cuerpo entero, para mi despacho en la oficina. No le hice observación alguna sobre mis preferencias; le di completa libertad para elegir el escenario, el atuendo y la postura. El resultado fue admirable; un retrato de mi persona sentado en una silla con un libro forrado en piel, sujeto por el lomo con la mano derecha, apoyada sobre el muslo; el libro era un volumen de poesía de poetas románticos ingleses, a quienes yo admiraba; la otra mano quedaba libre, apoyada abierta sobre el otro muslo. El fondo era una pared lisa con una ventana por la que entraba una luz suave, como de un país nórdico, y que dejaba adivinar una campiña con casas de campo dispersas, como podría ser la campiña inglesa. Todo formidable, salvo por un insidioso detalle, que el retratado no era yo, sino su verdadero marido. La mirada, la pose, eran inequívocamente suyas. Ella por supuesto no reveló gesto alguno por el que pudiera inferirse que sabía a quién había retratado verdaderamente; es más, cuando me enseñó el resultado final, inquirió mi parecer con una mirada cándida y tranquila, muy propia de ella, consciente de su maestría pero en ningún modo soberbia. Pero supe al instante que me ponía a prueba. Y reaccioné, también yo, con maestría. Una obra excelente, digna de tu talento, le confirmé dando muestras de satisfacción; quedará muy apropiada en el sitio adonde va destinada, recalqué devolviéndole la provocación. Asintió con la misma afabilidad algo estúpida con que solía responder a los elogios, simplemente. La obra, como comprenderán, nunca fue colgada donde estaba previsto. En mi interior surgió un rencor repentino, nunca antes experimentado, hacia mi mujer, a la que siempre había respetado y tratado con muestras ocasionales de verdadero cariño. Comprendí con espanto que conocía mi juego; lo había descubierto desde el principio y había interpretado su papel de esposa ignorante a la perfección. Ahora sin embargo, por alguna razón que desconozco y trataría de averiguar, me revelaba con su mejor arma, de una certera puñalada, su posición preeminente en esta farsa. De la mano ahora de su solapada acechanza, insidiosamente, una vez más el pasado se revolvía contra mí y su figura, la del hombre que yo suplantaba, surgía de las brumas de la memoria para recordarme que seguía allí y nunca me abandonaría.
Aquella noche, después de ser partícipe de tan bien custodiado y venenoso secreto, vino él a reclamar su lugar en mis sueños, soñé los sueños de otro. No se me apareció su figura fantasmal exigiendo, aun de forma enigmática, algún tipo de compensación en forma de pesadilla angustiosa o desconcertante, cosa que hubiera sido bastante normal dadas las circunstancias; no, los pasos de su retorno fueron más silenciosos, su intención más artera: puesto que llevaba tiempo ocupando su vida, hizo que también soñara sus sueños. Por su contenido, personajes y forma de relacionarnos sé que esa noche mis sueños no fueron míos; conozco perfectamente los míos, siempre hay un poso de identidad en los sueños. Pero allí, en las fragmentadas escenas de aquel delirio nocturno, yo no conocía a nadie, ni siquiera mis sensaciones ante los distintos sucesos, imposibles también de ubicar en cualquier contexto reconocible, me resultaban familiares, la vergüenza no era vergüenza, el miedo no era miedo, la angustia misma era otra cosa, hasta el placer de las sensaciones placenteras me fue negado, todo a cambio de una extrañeza extraña en sí misma. Imposible de expresar lo que sentí aquella noche. Si hay un infierno a la medida de nuestras mentes, ése era mi infierno.
Los días siguientes resultaron bastante desalentadores. Mi hija persistía en ignorarme como a un impostor y mi mujer mantenía un comportamiento ora frío y distante, ora cariñoso y atento, pero sin dar muestra alguna en ningún momento de complicidad en la farsa que vivía conmigo. Para colmo una inversión que realicé meses atrás con un socio, antiguo compañero de estudios, en la compra de una bodega, asesorado por mi suegro, resultó un fiasco y perdimos una buena cantidad de dinero. De modo que decidí tomarme unas vacaciones y alejarme de la rutina diaria, que parecía haber vuelto la fortuna en contra mía. Me fui a pasar unos días en la costa este de Ibiza, donde mi mujer y yo compramos una casa hace años con los beneficios que obtuve con la producción de una película de bastante éxito dentro y fuera de España. Estábamos a principios de otoño y el turismo en la isla, siempre intenso, no era tan agobiante como en verano, y aún se podía disfrutar del buen tiempo. Teníamos un pequeño velero atracado en el puerto del pueblecito cercano y aproveché unos días de mar serena para recorrer la costa de la isla. No nos alejábamos mucho; me ayudaba en el pilotaje y hacía también de cocinero un isleño de confianza bastante reservado, al que había que sacarle cada palabra con esfuerzo; a mí me vino muy bien entonces su silencio, pues sólo quería disfrutar de la extensión tranquila del mar y la soleada brisa, y olvidar la tensión de mi vida reciente en Madrid. El resto del tiempo, cuando no salíamos con el velero, lo pasaba leyendo un libro de cuentos de Maupassant o paseando por los alrededores de la casa o contemplando sin más las fabulosas vistas del mar y la costa de que disfrutaba desde la amplia terraza que se hallaba a la entrada de la casa, dejando ir mis ideas con cada ola a lo lejos o con cualquier nube solitaria. Una noche excepcionalmente calurosa dejé la ventana de mi dormitorio abierta al irme a la cama. Me despertó a altas horas de la madrugada un ruido extraño, como un revoloteo sordo que provenía del suelo de la habitación. Encendí la lámpara de la mesilla y miré hacia el lugar de donde parecía venir el ruido. Un pájaro de tamaño apreciable se hallaba atrapado en una red en el suelo y se debatía inútilmente por liberarse de ella. Se trataba de una red de pesca que mi mujer había colocado para decorar una de las paredes de la habitación, sobre la cual el ave había venido a dar por azar al colarse por la ventana, descolgándola de los clavos que la sujetaban y enredándose en ella. Me levanté y fui a liberar al pájaro, pero al intentar cogerlo me dio un buen picotazo en la mano y me hizo sangrar. Limpié, desinfecté y restañé la herida y volví con más cuidado a intentarlo. Cuando por fin lo conseguí lo llevé cogido con ambas manos hasta la ventana; estaba amaneciendo. Lo lancé al aire para que volara, pero el pájaro no tomó vuelo, aleteó torpemente y cayó entre los pinos que prolongaban en descenso la terraza del jardín de la casa hasta el mar. Debió haberse fracturado un ala al entrar en la habitación y golpearse contra la pared en que se hallaba la red. El episodio me provocó gran inquietud. Me pareció un signo de mal agüero, como una nube negra que se cruzaba en mi mente durante aquellos días de radiante tranquilidad. Recordé por un instante la Rima del Anciano Marinero:
—«with my cross bow
I shot the Albatross»
Ese mismo día regresé a Madrid.
A pesar del desagradable incidente del pájaro volví mucho más tranquilo. Aquellos días de reposo habían conseguido que olvidara un poco, que rebajara la tensión que en mí producía el exasperante rumbo que mi vida había tomado últimamente en la ciudad. Mi mujer me recibió con atenciones, demostrando con hechos, pequeños detalles, que en apariencia se interesaba por mi bienestar. Pero yo sabía lo que sabía, eso no lo había olvidado, había visto con claridad su conciencia, como iluminada por un relámpago en medio de la tormenta, y no podía engañarme al respecto. Desconocía, eso sí, sus intenciones; pero pronto estaría al tanto de ellas.
Cuando volví a la oficina un detalle macabro vino a sumirme nuevamente en una desazón profunda. Sobre mi escritorio encontré, para mi mayor sorpresa, el pisapapeles con el que había golpeado a aquel hombre que yo suplantaba, con su calavera inerte que más que mirarme atrapaba mi mirada en sus cuencas vacías. Me había deshecho de él igual que me deshice del cadáver; ¿cómo había podido regresar a mi escritorio? ¿Cabía la posibilidad de que mi actuación criminal fuera conocida por alguien, que descubrió el cadáver, que siguió tal vez mis pasos en todo momento y rescató el pisapapeles, y había estado esperando pacientemente todo este tiempo hasta encontrar un momento adecuado para lanzar su ataque sobre mí? ¿Pero por qué ahora? ¿Con qué intenciones? ¿Por qué no me denunció en su momento? Recordé al instante los anónimos que había recibido. ¿Por qué se esfumó de pronto, sin dejar rastro, aquel acosador? ¡Mi mujer!, caí de pronto en la cuenta. Ella era la principal sospechosa de este misterio. Sabía que yo no era yo, y sólo recientemente me lo había descubierto. Comenzó mandándome aquellos anónimos y ahora me lanzaba un nuevo ataque con el pisapapeles. Empezaba a conocer sus intenciones; quería desestabilizarme, aún no sé con qué oculto fin. Era evidente que no se trataba de dinero, podía haberme denunciado cuando maté a su marido y quedarse con todo. ¿Por qué jugó la farsa y la traicionaba ahora? Lo que ocurrió después vino a sacarme de dudas.
A los pocos días recibí un nuevo anónimo. Igual que los anteriores me obligó a participar en un juego estúpido hasta dar con él. Pero esta vez no me amenazaba con delatarme, sino que me recomendaba que acudiese al día siguiente a un lugar determinado a una hora concreta, «si quieres ver lo que te hará ver», decía enigmáticamente. Se trataba de una cafetería en el barrio de Salamanca, cerca de casa. Acudí al lugar media hora antes y me senté en un lugar estratégico desde el que podía observar la entrada y tener una vista amplia de las mesas; pedí un café y esperé. Unos minutos antes de la hora indicada llegó mi mujer y se dirigió hacia una mesa cercana a la mía, lo que me obligó a adoptar mientras se acercaba una postura de disimulo. Por fortuna, se sentó de espaldas a mí. Comencé enseguida a hacer suposiciones sobre la presencia de mi mujer allí y la intención del anónimo. No tuve mucho tiempo para ello, lo que ocurrió después me dejó sin habla. Un hombre entró a la cafetería y se dirigió hacia la mesa de mi mujer; por el camino me lanzó una mirada y pude observar su rostro claramente; era él, su verdadero marido, a quien hundí el cráneo de un golpe con el pisapapeles reaparecido en mi escritorio. Se sentó en la mesa de su mujer, de frente hacia mí, y comenzaron a charlar de la forma más natural del mundo. Yo no daba crédito a lo que veía. Me puse muy nervioso, como es natural. Ahora no se trataba de señales o indicios, hechos aparentemente inexplicables que me hicieran pensar en su venganza desde el más allá; lo tenía allí mismo, delante de mí, y hablaba con mi mujer, que de nuevo era su mujer. Ni siquiera era capaz de hacer conjeturas. Me levanté sin un propósito definido, sólo salir de allí, no lo podía soportar. Salí a la calle y me alejé de la cafetería; me hallaba fuera de mí.
Lo que siguió a continuación es lo que me ha traído aquí, a este injusto encierro, desde donde decidí contarles mi historia. Al parecer sigo estando casado con una guapa mujer, sensible y determinada, al menos de momento. Si preguntan, les dirán que estoy acusado de doble intento de asesinato. No lo niego, esa era mi intención. Sin embargo, no puedo aceptar su versión de los hechos. Dicen que intenté asesinar a mi mujer y a su abogado; y la razón que dan es que ella quería divorciarse de mí y yo no lo aceptaba; que mis negocios hace tiempo no iban bien y no quería renunciar a la fortuna de mi mujer en modo alguno; que sabedor de sus propósitos fui un día en que ellos, mi mujer y su abogado, se habían citado para hablar del asunto en una cafetería, y los esperé a la salida para atropellarlos con mi coche ─el abogado habría sido, tal vez, una víctima incidental─. Que se habían citado en una cafetería porque ese mismo día en el despacho del abogado estaban de obras, debido a la rotura un par de día antes de una tubería de agua. Menuda mierda. Yo sé a quién he intentado matar; pero no puedo decirlo, no me creerían; como no me hubieran creído desde el principio, cuando todos se empeñaron en que yo era el otro a quien asesiné. Me he negado a dar mi versión de los hechos. No puedo contárselo a nadie, no puedo compartirlo con nadie, y créanme, eso es muy desazonador; por eso he querido que al menos ustedes lo sepan. Y por lo tanto, puesto que ellos así lo quisieron desde el principio, debo seguir viviendo la vida extraña de otro que no soy yo, mi propia vida. Mi abogado se empeña en que mi execrable acto fue fruto de un episodio de enajenación mental y quiere solicitar exámenes psiquiátricos. Yo me he negado en rotundo; ellos tienen la fuerza de persuasión suficiente para hacerme creer que no tengo otro camino más que seguir siendo un extraño alojado en la vida de otro, pero no me obligarán a que admita que eso me ha desequilibrado emocionalmente; de ningún modo; yo sé quién soy. Mi hija ha venido a visitarme; la ha traído mi suegro. Él no me ha dirigido la palabra, pero es curioso, tampoco me ha mirado con odio. Ella sigue diciendo que no soy yo; pero esta vez me ha llamado papá y se ha echado a llorar. Me ha resultado divertido.