CINCO RAZONES EN UNA
Mi mano derecha por fin se ha rebelado. Venía hace tiempo advirtiéndome de ello, si bien es cierto que sólo de forma indirecta, a veces sutil, ahora lo sé. Sus recriminaciones comenzaron siendo simples comentarios acerca de los cuidados que (no) le procuraba. ─Tú sabes que con la edad la piel de las personas, especialmente las partes más delicadas, más finas, que además se hallan más expuestas a agentes externos erosivos e irritantes, esas partes envejecen prematuramente y corren el riesgo de enfermedades nada desdeñables. Y sin embargo no te dignas a ofrecerme la protección necesaria para evitar tales eventualidades, siempre indeseables; deberías ser más cuidadoso, y si te quieres y me quieres bien, untarme al menos una vez al día con cualquiera de las innumerables cremas protectoras que se venden en droguerías y farmacias. Especialmente antes de exponerme al sol, aquí es ineludible una crema específica. O cuando lavas en la pila piezas sueltas de la vajilla, fruta, vegetales…, deberías usar guantes de plástico; el agua es muy agresiva. Ya tenemos una edad y me van saliendo manchas que la denotan y que en circunstancias adversas pueden degenerar en cáncer. Harías bien en tenerlo en cuenta. ─Yo no puedo sino darle la razón, y trato de seguir sus consejos lo mejor que puedo, pero no he conseguido todavía adquirir una rutina que la contente. Soy guardia de seguridad, aunque hace algunos meses que perdí el empleo y ahora vivo del subsidio del paro, y debo confesar en este punto que tengo en mucho aprecio a mis manos; al fin y al cabo nunca, o mejor dicho, casi nunca, si exceptuamos los años de juventud en que practiqué gimnasia deportiva y realicé algún que otro trabajo temporal para ganar algo de dinero ─recuerdo ahora aquella vendimia en Francia donde mi mano izquierda recibió unos cuantos tajos de mi mano derecha; ¡fue ésta en todo caso la causante de los cortes!─, casi nunca, digo, he desempeñado oficios estrictamente manuales y por tanto puedo presumir de unas manos hasta cierto punto delicadas, que no débiles. El caso es que después de esa primera tanda de sugerencias sobre los cuidados saludables que debería recibir, pasado un tiempo de concordia, a raíz de un simple golpe sin mayores consecuencias al maniobrar en la cocina preparando el desayuno, me vino con otra batería de reproches. Ahora no se trataba de la exposición a la intemperie, sino de los riesgos para su integridad física a que la sometía innecesariamente. Y trajo a colación para el caso la memoria de aquel día cuando daba uno de mis habituales paseos en bici con que procuro mantenerme en forma, y por esquivar una grieta en el asfalto del carril de bicicletas, bastante descuidado desde su construcción, lo intenté bordear por la hierba adyacente, que escondía cierto desnivel, y la bici se escoró bruscamente y perdí su control, saliendo despedido por encima de ella y amortiguando el golpe sobre el asfalto con la mano izquierda. Como no llevaba guantes, me hice una buena herida en la región tenar de la palma, en esa almohadilla protectora para el apoyo donde nace el dedo pulgar. O en otras ocasiones, me recordó, cuando había que manipular metales con bordes cortantes, o introducir los dedos en hendiduras o mecanismos intrincados de metal u otros materiales duros y angulosos, no era infrecuente recibir cortes, arañazos o desolladuras que sin revestir peligro alguno provocaban luego un desenvolvimiento de la mano bastante incómodo. También en este caso estoy de su lado, pienso exactamente igual que ella, al fin y al cabo somos uña y carne, nunca mejor dicho, y le agradezco que me lo plantee de forma tan palmaria ─¿nunca mejor dicho otra vez?─, pero debo reconocer que hago bien poco por evitar esos pequeños accidentes, que no pasan de ligeras molestias para mí, pero entiendo que no para ella, pues además de afear su estilizada figura con cicatrices y deformidades, encierran un componente de desprecio por mi parte hacia su gran destreza y utilidad, y, por qué no decirlo, también hacia su belleza, mis manos se precian de bellas, y no seré yo quien las contradiga. En el caso de la caída de la bicicleta fue la mano izquierda la accidentada, que también protestó, como era de esperar, pero sin acumular rencor, ella es diferente, no almacena sus agravios, ni hace bandera de ellos para reivindicar un conjunto de medidas de seguridad, como hace la derecha, la izquierda es menos metódica, más caprichosa, pero no hay que creer por ello que le falte genio.
Lo cierto es que sigo sin ponerme guantes en verano cuando monto en bici (en invierno sí, por el frío) y puesto que me considero habilidoso con mis manos, tiendo a utilizarlas con frecuencia para resolver atascos, nudos, roturas, empotramientos, deformaciones, enclavamientos, despegamientos, etc., en todo tipo de ensamblajes y mecanismos, con el consiguiente tributo de ocasionales heridas y desolladuras en ambas manos.
En vista de lo cual mi mano derecha fue elevando el tono recriminatorio de sus interpelaciones. ─¿Te has fijado en el aspecto de arrugas escamosas que presenta mi dorso bajo ciertas condiciones de luz? Parece que tuviera muchos más años de los que realmente tengo. Sé que la gente me mira y se sorprende de verme tan avejentada. Y ello se debe a que nunca te has planteado utilizar una crema antiarrugas para mí; todas las noches, antes de acostarte, no cuesta nada dedicar un minuto a un par de friegas con crema sobre mi dorso. ─En esa ocasión puse más empeño en complacerla; he llegado a comprar una crema magnífica, si significa algo el precio que he pagado por ella, y la he colocado bien visible sobre mi mesilla de noche, pero lamentablemente son pocas las ocasiones en que me acuerdo de los frotamientos, y el agravio, aunque atenuado, continúa. Yo, para contentarla de algún modo, le digo, a ella y a su compañera, que son dos hermosas manos, bien proporcionadas, estilizadas sin ser largas. A la derecha le traigo a la memoria que incluso una vez, cuando aquella novia anglo-argentina que tuve, enamorada de mis manos, me fabriqué un molde de escayola e hice una reproducción suya en barro bastante lograda, que le envié a Inglaterra como recuerdo mío: la elegí a ella, mi mano derecha, como representante de toda mi persona ─esto, claro, se lo digo bajito sólo a ella, para no despertar los celos de la mano izquierda─.
Y así consigo calmarla por un tiempo, pero no mucho tiempo. Como los cuidados que las prodigo siguen dejando que desear, la derecha, más reivindicativa, vuelve a la carga enseguida con nuevas demandas de higiene: mis descuidadas uñas, tarde y mal cortadas siempre, con frecuentes padrastros. ─¡Al menos no me las como, como hacen otros! ─Pero ella me mira adoptando una postura irónica. Sí, me mira; mi mano derecha es tan expresiva que no sólo me habla, sino que noto perfectamente cuando adopta una postura poco natural, distinta para cada dedo y se queda inmóvil y en silencio; entonces sé que me está mirando y de qué tipo es su mirada. Y ahora sé que es una mirada francamente irónica, rencorosa. Y entonces se me ocurre algo que sé que tendrá un efecto demoledor. Le propongo a mi mano derecha una sesión de pintar uñas, color a elegir por ella, el próximo fin de semana, para que lo disfrute entero en casa, porque desde luego yo no puedo salir así a la calle. Eso, como era de esperar, la alegra sobremanera; pero no parará de insistir en que salgamos, aunque sea sólo por los alrededores del barrio. A eso me he negado; no estoy preparado para ello; quién sabe si un día, en alguna fiesta de disfraces… El color lo eligió ella; yo sugerí un tono púrpura o morado, pero ella prefirió un rosa suave, que yo particularmente creo que desentona en una mano viril, pero bueno.
Pasamos un fin de semana luciendo mi mano derecha cinco pequeños atardeceres rosa en infinitos contextos espacio-temporales. Mi mano izquierda no dijo nada, no reclamó una sesión de belleza semejante; era mucho más espartana, o me lo parecía. Mi mano derecha disfrutó con ganas, quería posarse sobre todo tipo de superficies y materiales, con infinito cuidado, eso sí, de no estropear su pintura. Me obligó a realizar no sé cuántos requiebros y vuelos acrobáticos frente al espejo para admirar mejor su grácil figura de delicado rastro rosa. Pero como no hay placer plenamente satisfecho, cuando se vio de pronto tan engalanada echó enseguida de menos una sesión completa de manicura; había que limpiar esas cutículas y limar convenientemente los bordes. Pero yo me negué de plano. Como mucho podríamos considerarlo para alguna ocasión especial más adelante. Y para mi sorpresa y decepción eso la encorajinó; pasó de la dulce alegría de una joven encantadora, bailando sobre sus cinco zapatillas rosas, a la amargura y crispación de una vieja rencorosa con todo el mundo, una cabeza de Gorgona con sus dedos como serpientes. Y ya sin freno alguno, comenzó a despotricar contra mí y a echarme en cara todos sus agravios juntos, añadiendo a los ya conocidos otros que hacía tiempo no había mencionado: que por qué dejé las clases de guitarra que empecé siendo joven, cuando todos me auguraban un futuro prometedor en ese instrumento, cuyo protagonismo principal hubiera sido suyo y de su hermana izquierda; que por qué en cambio dediqué tanto tiempo a deportes violentos como la gimnasia deportiva o el futbol, donde en dos ocasiones tuvieron que escayolarme la mano derecha (¡siempre la derecha!) por fractura una vez y por luxación de la primera falange del pulgar otra, habiendo resultado ésta en una deformación con engrosamiento de la articulación metacarpofalángica para toda la vida; y en definitiva y para resultar más hiriente, que por qué muevo tanto las manos al hablar, que parezco un muñeco al que le han dado cuerda, que no sabe expresarse si no es despistando al interlocutor con signos enfáticos de ideas banales que abruman a cualquier persona mínimamente inteligente y la presentan a ella, mi mano diestra, como una apéndice bobo, atrofiado, como la aleta de un pingüino.
Esto ocurrió hace poco. Nunca sus recriminaciones habían alcanzado ese tono. Contrastaban sorprendentemente con el comportamiento tranquilo, quizás algo mohíno, pero sosegado en todo caso, de su hermana izquierda, que habría tenido motivos semejantes para quejarse y sin embargo mantenía una postura callada, con alguna que otra mirada torva ocasional; ciertamente la mano izquierda tenía un carácter más impenetrable.
Hasta que finalmente ha decidido rebelarse. Ahora no se mueve correctamente, está caída, sólo puede hacer algún movimiento mínimo con los dedos, pero no puede extenderlos ni extenderse ella, parece la pezuña de un perro cuando le pides que levante la pata para cogérsela; tampoco puede coger pesos. Los médicos dicen que se trata de una compresión del nervio radial por una mala postura al dormir y que se pasará en unas semanas con un poco de rehabilitación, pero ella y yo sabemos que no es así, que después de venir anunciando su disconformidad y rebeldía desde hace tiempo ha decidido al fin plantarse. Aunque diferimos en la razón última de su radical actitud; yo sé que hay algo más. Nunca hubiera llegado a tal extremo de no haber visto hace unos días mi Astra A-90, al trasladarla con su estuche de su ubicación habitual en lo alto y profundo de un armario trastero a un cajón de la cómoda de mi dormitorio; abrí el estuche un momento y la sopesé en mis manos; observé que estaba cargada y con el seguro echado, como debe ser. La puse allí porque tengo intención de limpiarla un día de estos, y estoy seguro que mi mano derecha, consciente de nuestros desencuentros últimos y de mi bajo estado de ánimo actual (por lo del desempleo, y que ahora no puedo pasarle la pensión a mi mujer para el mantenimiento de nuestro hijo, no la misma cantidad, lo que me inquieta más que mi propia situación), consciente, digo, de mi situación, y después de alojar un cartucho en la recámara para comprobar su buen funcionamiento, mi mano derecha se ha temido lo peor y se niega a colaborar en el hecho atroz que ella supone. En realidad lo hace por mi bien; es una buena chica. Yo he sacado a la luz el asunto con la intención de tranquilizarla; hemos ido a la cómoda y he sacado la pistola de su estuche con la mano izquierda y la he puesto sobre la cómoda. ─Mira ─le he dicho─, no tienes por qué asustarte; sé que es esta pistola la que ha motivado tu renuncia a moverte, ahora no quieres desempeñar tus gráciles movimientos de bailarina y tus saltos de atleta, y lo haces por mí, porque temes que me haga daño con ella; te lo agradezco, que te preocupes por mí, aunque indirectamente también lo haces por ti, claro está. No tienes que temer nada; he puesto aquí la pistola para limpiarla ─la empuño con la mano izquierda─. ¿Ves?, tu hermana izquierda no tiene miedo alguno. Ella siempre ha sido menos susceptible que tú. Vamos, deja de disimular, ayúdala a desmontarla y limpiarla, a ella sola le costará mucho trabajo. Además, quién sabe, a lo mejor es ella la que tiene malas intenciones y nos quiere hacer daño ─quito el seguro y llevo la pistola hacia mi sien izquierda y apoyo en ella el cañón─. ¿No vas a impedírselo? ¿Vas a dejar que nos haga daño? ─Pero no consigo persuadirla, no quiere moverse, ahí continúa caída en el extremo de la muñeca. Realmente no puede hacer nada, no puede evitarlo, es una lástima; siempre pensé que su hermana izquierda tenía más carácter.