YARA

 

Invierno frío y monótono. Las lluvias incesantes despoblaban las calles y el cristal duro presentido clavaba aguijones de mutismo y parálisis en el tiempo estéril que se estructuraba perfecto alrededor del oficio cotidiano. Cada día, cada semana, se posaba en el sitio correcto, como ladrillos de tiempo envasado sumándose y alzándose hasta completar la mansión del frío y de los números.

Y apareció ella. Apareció en la mañana de feliz protesta y sueños desvelados, en el trayecto de sílabas pétreas y polígonos regulares. Apareció en la calle, reinando amplia entre umbrías siluetas minerales, horadando con su presencia este ámbito cúbico sellado por la ausencia. Apareció desde muy lejos en este invierno madrileño cuajado de razones y de cielos gélidos.

A la hora convenida sonó el timbre brevemente. Aquella llamada me pareció remota y débil, como si el timbre vibrara desde muy lejos y atravesara amplios espacios hasta hacerse oír. La conduje al salón y la invité a café. Sus ojos negros, inmensos, próximos y a la vez ocultos, enigmáticos –ojos ígneos clavados en mi sobrecogimiento-, no dejaron de mirarme un solo instante. A través del balcón se asomaba frígida la tarde; la tenue luz que pasaba exaltaba sus rasgos tropicales, su tez quemada y brillante bajo el cabello bruno e hirsuto, sus pómulos prominentes adelantándose a la mirada cálida e impenetrable y los labios inflamados dispuestos a latir espesamente. Yara traía una esperanza olvidada, ya casi repudiada por mí. Había aparecido bruscamente en un paisaje desolador que se regeneraba en el tiempo, en una ciudad poblada de ademanes automáticos, en una siembra inexpugnable de mentiras aprendidas y escritas, casi con delirio, en los códigos del miedo. Yara vino a este invierno infinito como el primer sol tibio anhelado.  Yara cálida, fulgente, vívida. Pero temí su ocaso; temí tras el invierno velado un estío eterno que viciase el primer asombro, el primer encuentro con una esperanza pura e intensa. Debía intentar lo imposible, descarrilar esa absurda perpetuación de asentimientos y mantener en vilo la sorpresa. Debía evitar el cansancio y la costumbre que supondría la exageración. Largo tiempo aulló el silencio en el salón. Sólo sus pupilas negras mirándome, ofreciéndome la solución de forma meridiana. Solución que solo después supe comprender, cuando el lecho abierto y la alcoba en penumbra. Yara desnudó su cuerpo y se tumbó en la cama, recibiéndome incólume contra su piel húmeda e hirviente. Yo temblaba cubierto de sus muslos, arañaba agitado sus pechos, y sentí miedo de su figura que inundaba la alcoba con su fuego. La atmósfera se hacía irrespirable, me asfixiaba y debía continuar, penetrar una y otra vez su piel quemada y aceitosa hasta confundir mi anhelo con su cuerpo. Afuera, en la calle, la noche agitaba sus cortinas en el viento; golpeaba continuamente contra el cristal del balcón intentando extinguir la llama entre los muros, donde sólo dos pupilas negras fulgían cada vez más próximas, cada vez más claras. La alcoba era Yara, sus labios abultados enjuagando mi boca, sus miembros pesados deslizándose a mi espalda, su abrazo inhumano que me aprisionaba el pecho mientras yo exigía el aire y el valor. Su piel ondulante entre mis hombros, rodeando mis piernas y mis brazos, haciéndome entender su llegada imprevista desde tan lejos. Brazo poderoso reptando por mi cuello, prolongando una cópula entre anillos musculosos y escamas relucientes. Boa inmensa Yara, hermosa; ojos negros sonriendo y aliviando mis últimos gemidos, mis últimas palabras de agradecimiento hasta expirar en su abrazo de reptil cálido y silente.

 
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