QUÉ MÁS sino pintar este sucio anochecer,
este último instante
de lejanías de árboles apenas perfilados,
última luz sin sombra que ya es sombra,
antes que se lo trague todo la noche, última sombra.
Qué más sino pintar este mundo de mil formas,
sino pintar este mundo,
pintarlo y repintarlo
aunque sea a la luz siniestra de una farola,
la última,
aunque ya solo alumbre un círculo desierto.
DONDE VAYA LA NUEVA CARRETERA
Un niño sentado a la puerta de casa
viendo pasar la vida, una nueva carretera
que van a construir.
Primero los desmontes, los camiones
acarreando tierra, mucha -es una gran carretera y las trincheras
profundas han de ser. Luego los puentes, las gigantes vigas
que vienen de lejos en remolques especiales, las grúas,
y un muestrario amarillo de vehículos auxiliares.
(En invierno, por todas partes barro, que hasta el cielo salpica.)
Después el pavimento, el asfalto y pintura -las indicaciones.
Ya se ve la autopista que corre hacia el vacío.
Ya el niño es un hombre y la mira terminada, desierta.
Puesto que ella es su vida y el hombre tiene un coche,
sube en él y se aleja por la nueva carretera.
No sabe adónde lleva pero va confiado.
Las nuevas carreteras son como nuevas vidas,
unas son para otras, las casas se abandonan.
UNA NUEVA FAMILIARIDAD
Como estilitas en sus postes un día gris de lluvia
sin convicción predican los anuncios publicitarios
abigarrados de letras y colores inexpresivos.
Cae la lluvia negra
y de una capa fina de espuma gris cubre el asfalto
(notad la inconsistencia de ese de)
y el cristal parabrisas y los techos
de las carrocerías de automóviles,
y nada significa esta lluvia gris,
salvo que el rostro lavado de las cosas, si es que
las cosas tienen rostro, si así puede decirse,
signifique algo distinto de la mirada vacía de un idiota, porque
no tienen hoy ojos las cosas,
tienen rostro pero no tienen ojos.
Y así, cual queda dicho, la significación es la mirada,
y una nueva familiaridad cambia el discurso.
Río abajo las ocas espantadas
salpican de blanco un mundo que se desliza verde, monótono;
de la espesura de carrizos
surgen inesperados, con aleteo vigoroso, los ánades reales,
y el negro cormorán batiendo el agua se eleva lentamente.
Atardecer limpio de mayólica.
La escena verde del río y rosa púrpura de montaña son inagotables.
En la ventana una hermosa cesta colmada de setas
impone su realidad a las promesas de otoño:
el arco de la luna más brillante en la tarde,
la cornucopia mórbida del cielo que un cuervo desgarra.
Una bandada de estorninos alza el vuelo y se adentra en el valle,
y el valle se hace espacio infinito para el vuelo,
frustración y deseo infinito para el hombre
que los mira alejarse desde su ventana.
Puede el hombre soñar sueños extraños vívidamente,
el bodegón cautiva la cháchara del tiempo -tal vez un plato de nueces eterno-
la realidad despliega su meteorología propia
siempre insatisfactoria.
Desde el amanecer nubes de octubre cubren la carretera,
se encrespan y batallan en el horizonte, gravitan aquí y allá
como azules zepelines,
la mañana rosada se restriega en una pared blanca.
POCO ANTES DE LAS FLORES
un día gastado y frío de invierno
transcurre,
brillante por la mañana, por la tarde
envuelto en la rutina.
Brillan los logos en el polígono industrial, la nueva heráldica.
Más lejos pienso en la ausencia de flores –
como un vacío que llena otro vacío:
menos por menos más y siento alivio.
En el reflujo que dejan las no-flores
veo otras flores, el rastro de las nuevas por llegar.
Sé que un almendro o cualquier arbusto en flor
golpeará la conciencia de mi ser más profunda
con el vivo color de sus flores otra vez,
pero no serán ciertas como estas otras pálidas
de una mente de invierno.
Hoy éstas son mis flores de entretiempo;
estoy hecho de ellas, son reales.